'Una pastelería en Tokio', la dulzura de saber aceptar
Llega a la cartelera el filme que le valió a la japonesa Naomi Kawase el premio a la mejor dirección en la última edición de la Seminci
Angélica Tanarro
Jueves, 5 de noviembre 2015, 10:56
La japonesa Naomi Kawase ('El bosque del luto', 'Aguas tranquilas') ha colocado en esta ocasión su cámara en el diminuto espacio de una pastelería de Tokio. Y así se titula su último filme, proyectado en la primera jornada de la reciente Semana Internacional de Cine de Valladolid. Con ella ha conseguido el premio a la mejor dirección y una vez más el reconocimiento del público de este certamen que ha seguido su trayectoria. A la salida del pase de prensa, algunos la tachaban de dulzona, lo que, dado el lugar y el tema, podía dar lugar a un chiste fácil. Pero nada más lejos de ese azúcar. Hay dulzura, sí, la que se desprende -afortunadamente para el espectador- de una manera oriental de afrontar la dureza de la vida, de un estoicismo cada vez más alejado de la mirada occidental. Ninguno de los protagonistas de este filme llevan una vida regalada. Sentaro, un hombre de pocas palabras y ninguna sonrisa, se gana la vida en un minúsculo establecimiento especializado en dorayakis (unas tortitas rellenas de pasta de judías dulces). Un día la rutina de su limitada existencia se ve rota por la llegada de una anciana, Tokue, empeñada en que le dé trabajo e inmune a las reiteradas negativas del encargado del establecimiento. Tokue, a pesar de las limitaciones físicas derivadas de su avanzada edad y de la enfermedad, tiene algo que Sentaro no podrá rechazar: una receta que hará que los dorayakis sean dignos de tal nombre y aliente la recuperación del sesteante negocio. Pero ese no es el único secreto de Tokue con lo cual la prosperidad no durará demasiado. Una joven estudiante de plácida mirada e incierto horizonte cierra el triángulo protagonista.
Por debajo de esta trama argumental, 'Una pastelería en Tokio' es una historia sobre la capacidad de escuchar. Resulta curioso que en un momento en que se abusa en nuestro idioma del verbo escuchar (cuando en realidad se quiere decir "oír) la verdadera capacidad de escucha está ausente en nuestras vidas. Y en eso es especialista Tokue. Si el espectador se queda en la superficie de las metáforas (cuando habla de lo que 'la luna le dijo' o de lo que 'las judías le pidieron') se perderá el verdadero sentido de la historia.
La segunda perla que encierra la cinta tiene que ver con las historias que heredamos de nuestros mayores y que también se van perdiendo en la vorágine de un mundo que no tiene tiempo de escucharlas. Hay un momento en que Sentaro se queja de que la muerte de su madre le privó de muchas de esas historias y será Tokue la que, de alguna manera, venga a llenar ese vacío. Incluso después de muerta.
Desde el punto de vista estrictamente cinematográfico, la sintaxis del filme de Kawase se construye entre los planos cortos de la minúscula pastelería, la cercanía a los rostros, y la amplitud de los espacios abiertos en los que la naturaleza (los cerezos en flor) hacen respirar el relato.
'Una pastelería en Tokio' resulta así dulce, pero no dulzona. Sensible, como la filmografía de esta cineasta adicta a temas como la iniciación de la vida, o la aceptación de la muerte. Dulce, porque la fuerza de voluntad de muchos ancianos por seguir adelante con aquello que la edad y la enfermedad aún no les ha arrebatado es un canto a la vida. Y son muchos (solo hay que detenerse a mirarlos y a escucharlos) los que entonan día a día ese canto. Las manos deformes de Tokue lo reflejan y Kawase se ha animado a contarlo con sus mejores armas.