El 'Ulises' de Aresti
Bilbaínos con diptongo ·
jon uriarte
Lunes, 14 de junio 2021, 00:16
A los nueve años toda muerte parece la más terrible. Aunque sea ajena y lejana. En aquel 1975 hubo algunas sonadas. Pero aquella impactó de ... manera especial en mi entorno. Había fallecido Aresti. En un principio pensé que se trataba de un veterano del Athletic. No podía imaginar que el adiós a un poeta provocara tamaña desazón. Años más tarde quiso el destino que cruzara el umbral de un euskaltegi que llevaba su nombre. Entonces empecé a entender las lágrimas del ayer. El 5 de junio se cumplieron 46 años de su muerte. No es fecha redonda. Ninguna piedra lo es. Como la 'Harria' que escribió en fragmentos y guardaba en cada entrega la esencia de un pueblo complejo. Pocos paisanos han dejado tal legado. Porque, además de poeta y escritor, fue genio polivalente. De los que entienden que no hay que llevar el pueblo a la cultura sino al revés. Por eso estas líneas. Por el hombre que influyó en todos y nunca fue de nadie.
Gabriel Aresti Segurola nació en Bilbao el 14 de octubre de 1933. Tener alpargatas autóctonas en el felpudo de sus apellidos y escuchar al otro lado de la pared voces emigrantes le otorgaron una forma de entender el mundo tan particular como difícil de encorsetar. Por ello, siendo escritor y poeta, fue verso suelto. Si bucean por los textos que le dedicaron afines y enemigos, verán que a pocos caía bien. Se da mucho en nuestra tierra. Lo del Martín-Kontra, me refiero. Paisano que basta que tú digas blanco para que él diga negro y viceversa. En esto coincidía con su compañero de tertulias Blas de Otero o con el bilbaíno, enfadado hasta consigo mismo, Unamuno.
Como si los grandes de la palabra no soportaran los huecos que quedan entre ellas y necesitaran llenarlos de abruptas polémicas. Algunas buscadas y otras no. Porque ofendiditos los hubo y los habrá. Cosa que nunca importó a aquel niño que a los 12 años, en un entorno nada euskaldun, decidió impregnarse de la lengua vernácula que habitó antaño en la casa del padre. Pronto decidió que ese sería su camino. No solo para caminarlo. También para marcar y señalizar.
Llegados aquí he de confesar que nunca tuve cariño a los padres del batúa. Cuesta cambiar lo escuchado en tu valle con lo que se pretende convertir en único y universal. Y en esto tuvo bastante culpa Aresti. Al menos era noble su intención. Buscaba esquivar las formas elitistas y potenciar la lengua popular. Así que deberemos perdonarle. Cosa que no hicieron o tardaron en hacer personas, sindicatos y colectivos varios a lo largo de su corta vida. Morirte a los 41 años debería estar prohibido. Sobre todo si es por una enfermedad hepática y traidora. Pero eso no le impidió dejar casi una veintena de obras y un interesante puñado de letras que cantó Oskorri o el mismísimo Mikel Laboa.
Rebeldía
Mucha de la gente que ha bailado sus canciones en unas fiestas o las ha llorado en penumbras de la tristeza no lo sabe. A veces creemos que las canciones, como la leche, nacen en los discos y en la nevera. Pero siempre hay plumas que llenan los pentagramas de letras. Pena que no escribiera algunas sobre su caminar por esta senda que llaman vida. Para entender por qué su tinta llevaba tanta ternura como amargura. Y tanto cariño a su tierra como crítica a muchos de sus caminantes.
No olvido que eran tiempos de construcción. En toda obra hay discusión. Pero había algo más. Rebeldía. Con causa o sin ella. Por eso su sombra tiene alma de estela. Permanece en el aire y aún genera debate. Hasta sus traducciones eran motivo de polémica. No solo por la forma. También por la elección. Lo mismo trasladaba al euskera un clásico griego o un incunable que un poema de pescadores gallegos. De ahí que me hubiera encantado ojear, al menos por un instante, el 'Ulises' que dicen estaba traduciendo cuando la Guardia Civil entró en su casa y se lo llevó. Puede que en ese universo de Joyce con acento vasco estuvieran todas las respuestas.
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