Mujeres en la Casa Blanca
Dos siglos separan a Hillary de la esposa del presidente Jackson, fundador del Partido Demócrata. Se llamaba Rachel y murió de un ‘shock’ cuando los rivales de su marido la tildaron de adúltera en las elecciones de 1828
Javier Muñoz
Domingo, 19 de abril 2015, 01:48
Si ha habido unas elecciones sucias en Estados Unidos, esas son las presidenciales de 1828. Enfrentaron al general Andrew Jackson y John Quincy Adams, que aspiraba a un segundo mandato; y fueron las primeras que pueden calificarse de modernas por dos motivos. La afluencia de votantes fue masiva, y los candidatos se apoyaron en la prensa popular para difundir mensajes e insultos por todo el país (el periodismo serio es la excepción y no la regla en los tres siglos de historia de la profesión).
Jackson y Adams se atacaron de forma despiadada, sin imaginar que la batalla iba tener un desenlace trágico. Venció Jackson, pero antes de tomar posesión como presidente, su esposa sufrió un shock al llegar a sus manos un panfleto que desempolvaba denuncias de adulterio y bigamia que se remontaban casi cuarenta años atrás. Eran habladurías sobre su ruptura sentimental y divorcio de un anterior marido, y Jackson se las había ocultado durante la campaña; pero al leerlas otra vez no se repuso de la impresión y murió en vísperas de Nochebuena.
Se llamaba Rachel Donalson y tenía 61 años. Encontró el libelo en una tienda de Nashville (Tennessee) cuando elegía ropa apropiada para ejercer como primera dama. El texto volvía a remover el pleito que tuvo con su primer esposo, un terrateniente que la había acusado de largarse con Jackson en su juventud y de casarse con él sin haber obtenido aún el divorcio (ella aseguró que había sufrido maltrato).
Abrumada por los ataques a su reputación, Rachel guardó cama y al cabo de varios días sufrió un ataque al corazón.
Jackson responsabilizó a John Quincy Adams de lo ocurrido, aunque él también había recurrido a los métodos de su rival y lo había tachado de alcohólico. Pero la historia no recuerda a Jackson por ello, sino porque fue el político que sentó las bases del Partido Demócrata, el partido que va a nominar a Hillary Clinton para la presidencia de EE UU (en principio, la única aspirante de esa fuerza política).
Bareras sociales
Casi dos siglos separan a Hillary y Rachel. En ese largo periodo, los demócratas han roto barreras sociales y políticas. Suyos fueron el primer presidente católico (John F. Kennedy) y el primero de raza negra (Barack Obama). Quién sabe si también será demócrata la primera mujer que ocupe el Despacho Oval, la estancia donde el marido de Hillary se encontraba a solas con Monica Lewinski. Sin embargo, los republicanos también pueden ser los primeros en aupar a la presidencia a un estadounidense de origen cubano (Marco Rubio y Ted Cruz).
Esos progresos democráticos, logrados de forma lenta y tortuosa, arrancaron el año que murió Rachel. En los comicios presidenciales de 1828 votaron 1,1 millones de individuos, más del triple que en los anteriores. Todavía era una base electoral limitada, y no incluía a las mujeres y a los negros, pero fue un cambio decisivo que contribuyó a profesionalizar la política y desarrolló los aparatos de propaganda, con sus jefes de campaña, sus carteles y el 'merchandising.
El camino venía marcado desde unos años antes. La corrupción había pasado a primer plano, igual que las vidas privadas de los personajes públicos y de las mujeres relacionadas con ellos. A la madre de Andrew Jackson, una inmigrante protestante del Ulster, la tildaron de prostituta británica. Un detective privado investigó el pasado de Rachel Donalson y pasó los informes a la prensa. Alrededor de ella se orquestó una polémica sobre las características que debía tener una primera dama (a finales del siglo XVIII, la esposa de John Adams, no confundir con John Quincy Adams, tendía la ropa lavada en la sala este de la Casa Blanca).
El avance de la democracia no sólo trajo consigo infamias, sino que polarizó las elecciones. En las de 1824 se habían presentado cuatro candidatos, pero las de 1828 se redujeron a un duelo entre dos de ellos: John Quincy Adams, que venció en la anterior contienda, y Andrew Jackson, el héroe de la guerra de 1812 contra los británicos.
En ese segundo enfrentamiento, las tornas cambiaron. Al haberse ensanchado la base electoral, el perfil de los votantes fue más popular, y ese cambio, unido a un método de elección fue más directo, redundó en beneficio de Jackson, cuyo discurso era populista y atraía lo mismo a los votantes idealistas que a los trepas.
El clima se había vuelto bronco y competitivo. Andrew Jackson se presentó como un candidato ajeno al sistema, a la 'casta' gobernante que había traído la corrupción y que se identificaba con sus adversarios. En aquella década se habían convocado las primeras huelgas. Coleaba la última crisis económica, y la población estaba cargada de deudas (miles de personas habían sido enviadas a la cárcel por ello). La gente corriente desconfiaba de los bancos y de que quisieran pagarles el salario en billetes de papel.
Esa masa de votantes se convenció de que Jackson estaba de su parte, y el hombre que obró ese encantamiento fue su número dos, Martin van Buren, un astuto abogado de origen holandés que organizó una poderosa maquinaria para conseguir votos. Viajando de un estado a otro en carruajes llenos de carteles electorales, él mismo llegó a ser gobernador de Nueva York y más adelante presidente de EE UU.
Los colaboradores de Andrew Jackson, bajo la batuta del periodista Amos Kendall, diseñaron una estrategia electoral equiparable a la de un partido actual. Mantuvieron a su líder en un segundo plano por si decía alguna inconveniencia y fueron los primeros que contrataron redactores profesionales para escribir discursos y distribuirlos por los periódicos. Los simpatizantes de Jackson, apodado el Viejo Nogal, estrenaron como símbolo distintivo unos bastones de nogal que son el antecedente de los actuales logotipos de los partidos. Los escritores y artistas de la época (Nathaniel Hawthorne, James Fenimore Cooper...) dieron su apoyo a la candidatura.
Jackson triunfó con aquellas innovaciones, pero no pudo celebrarlo. Casi lo primero que tuvo que hacer el nuevo presidente electo fue enterrar a Rachel. A la Casa Blanca llegó como viudo resentido y amargado de 61 años, cuya tristeza a duras penas se ocultaba bajo la atmósfera triunfal, casi revolucionaria, que reinaba en Washington. Se había un abismo entre él y John Adams, que boicoteó los actos del relevo presidencial.
La ciudad se inundó de miles de partidarios llegados del sur y de la frontera, gentes modestas y rudas, ataviadas con ropas de cuero y de modales burdos, que celebraban el avance de la democracia y fueron recibidas con desdén en la capital. Algunos testigos equipararon aquella multitud con las turbas de la Revolución Francesa. En la Casa Blanca se produjo un caos. Los criados tuvieron que sacar el ponche a los jardines al comprobar que los invitados borrachos lo derramaban por el suelo y rompían la cristalería y la porcelana.
Cuando Andrew Jackson perdió la paciencia, escapó por una ventana y se recluyó en el hotel donde se había alojado cuando llegó a Washington. Se negó a asistir a un baile de gala y en la soledad de su aposento se comió una chuleta. El alimento que representaba la prosperidad en aquel tiempo. Un clérigo predicó después en la capital: Jesús contempló la ciudad y lloró al verla.