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óscar b. de otálora
Lunes, 5 de octubre 2015, 18:02
Se ha ido Mankelll y ahora será más difícil entender el auténtico drama de los refugiados sirios asaltando las fronteras de Europa o las mentiras de la Volkswagen y sus motores. Él habría podido adentrarse en las sórdidas tramas que se insinúan tras ambas historias como ya lo había hecho con el 'appartheid' sudafricano, la corrupción en la nueva China o el fin del comunismo en los países del Este. La muerte de Mankell, acaecida este lunes en Goteborg, calla la voz de un escritor que supo describir como nadie la abrumadora tarea de un hombre común que se enfrenta a una gran mentira o a la degeneración de un sistema político como el europeo. Pero su fallecimiento, además, ha venido acompañado del relato de esa persona enfrentada a un destino inexorable y que intuye que sólo el narrar su lucha contra el cáncer le puede salvar como ser humano. En los dos últimos años luchó con la quimioterapia y los tumores volviendo a hacer gala de esa cotidianidad que al final helaba la sangre más que cualquier épica. En una de sus últimas entrevistas, publicada este domingo por el 'XL Semanal', confesaba: "A veces me vienen a la mente pensamientos infantiles, como que estar muerto debe de hacerse terriblemente largo. Es absurdo pero no puedo evitarlo".
Henning Mankell nació en Estocolmo, el 3 de febrero de 1948. Su padre era un juez y él quería ser escritor. Con 16 años ya se fue de casa y tuvo trabajos variopintos como reparador de clarinetes en París o marinero en un barco mercante. Cuando regresó a Estocolmo comenzó a trabajar en un compañía de teatro, una de sus grandes pasiones. En 1991, cuando tenía 43 años, publicó la primera historia del que sería su personaje más famoso: el inspector Kurt Wallander. El éxito le acompañó desde un primer momento. A lo largo de los años llegaría a publicar 11 libros con los casos de este hombre triste y sentimental, atrapado por los recuerdos de un mal divorcio y la relación caótica con su hija, Linda. Ella sería la protagonista del duodécimo libro de la saga, en la que Wallander ya es un personaje secundario, atrapado por la diabetes y los problemas de salud.
Un héroe doméstico
Wallander es una figura cotidiana, doméstica. Un hombre al que le ha tocado convivir con el crimen pero no es un héroe. Ni un cínico, ni un desalmado ni violento. Es un hombre cansado en una sociedad de la que conoce, o intuye, todos los rincones oscuros. Leer a Mankell, cuando el autor se viste con los trajes y los abrigos de Wallander, es sumergirse en un estado de ánimo desasosegante. Hay crímenes porque hay personas que no saben resistir a los demonios que crea la sociedad. Sus malvados en el fondo son débiles.
El paisaje es clave en las novelas de Mankell. No sólo los bosques helados y cubiertos de nieve, en los que las huellas desaparecen bajo la ventisca y cuando el sol se asoma es casi un milagro. Quizás uno de los momentos que identifican a Mankell es esa escena de ese pueblo sueco alejado, idílico, con carreteras heladas que lo aislan de forma recurrente, y habitantes ya maduros que viven con una placidez absoluta entre pasteles de arenque y anoraks emplumados. Entonces la nieve se llena de sangre, el hielo congela miembros desmembrados y los cadáveres aparecen donde sólo había tranquilidad y hielo. Entonces llega Wallander y descubrimos que nada es lo que parece. Que detrás de cada rostro rubicundo se esconde un fantasma.
Esta saga de Mankell se tradujo a cuarenta idiomas, fue llevada a la televisión y, por encima de todo, creó legiones de seguidores que esperaban las historias de Wallander como el desierto aguarda la lluvia. No en vano ha vendido más de cuarenta millones de ejemplares de sus libros. La novela negra siempre ha dado personajes que acaban devorando al autor -Sherlock Holmes a Conan Doyle; Maigret a Simenon; Philipp Marlowe a Raymond Chandler- y con Mankell y Wallander pasó algo parecido. Aunque ha escrito obras memorables en las que su policía de ficción no aparece, el peso de Wallander lleva casi al olvido estas ficciones. Y eso que tiene grandes obras sin el comisario como 'El Chino', una trama que se inicia con un brutal crimen en una remota aldea sueca pero que sirve a Mankell -con esa unión de historias lejanas y aparentemente inconexas que era el sello de su estilo- para describir el actual sistema político chino y los riesgos del expansionismo del régimen de Pekín en Africa.
Es que Mankell era también un enamorado de África. En 1986 viajó por primera vez a la ex colonia portuguesa de Mozambique, donde comenzó a colaborar con el teatro Avenida, en la capital, Maputo. Allí se dedicó a poner sobre el escenario obras de Lorca o Brech con actores locales, como una forma de ayudar a la cultura de un pueblo empobrecido y alienado por el colonialismo. Acabó por vivir parte del año en esta ciudad africana, desde la que inició proyectos para luchar contra el Sida o para ayudar a los más desfavorecidos.
Flotilla de la libertad
El escritor sueco, en este sentido, era un activista de izquierdas tremendamente comprometido. En 2010 participó en la Flotilla de la Libertad, la acción de protesta contra el bloqueo de Gaza que finalizó con el asalto del Ejército israelí a los barcos en los que viajaban los activistas y la muerte de nueve de ellos. Recientemente, Mankell se había mostrado crítico contra la gestión europea de la crisis de los refugiados. "Cuando me preguntan dónde está el centro de Europa, yo digo que ahora mismo está en Lampedusa (la isla italiana en la que se agolpan miles de huidos de Siria). Tenemos un grave problema en el sur de Europa que hay que solucionar", advirtió.
Pero Mankell fue también un gran difusor de la cultura nórdica, en especial, al abrir la puerta del mercado internacional a una legión de escritores de estos países que de otra forma se habrían quedado en el ámbito local. Si el sueco Stieg Larsson y su trilogía iniciada con 'Los hombres que no amaban a las mujeres' triunfó es porque Mankell ya había puesto el foco sobre la narrativa sueca, danesa o noruega. Otros autores como Jens Lapidus, Jo Nesbo o Camilla Läckberg han conseguido hacer sombra al 'noir' americano gracias a los esfuerzos de Wallander y su autor.
El éxito de Mankell, en este sentido, tienen un componente político muy importante. Si la novela negra se ha considerado desde sus inicios un género propicio a la crítica social, el fallecido escritor sueco era un paradigma en este terreno al poner en entredicho el estado del bienestar sueco, la meta con la que se soñaba en la Europa del Sur. El autor, con sus tramas oscuras y cotidianas, venía a decir que el premio de conseguir una sociedad más perfecta no tenía porque merecer la pena. Que la corrupción, la violencia machista o la ruina personal seguían estando allí. Mankell alertaba de las debilidades de un sistema político que en ese momento era el sueño de toda Europa y al que la crisis económica terminó convirtiendo en el espíritu de lo que pudo haber sido y no fue.
Su última obra, 'Arenas movedizas', es un retrato personal de la lucha contra el cáncer de pulmón y también un testamento político. Al igual que Wallander, Mankell se muestra como un hombre corriente al que saber que padece una enfermedad terminal hunde en la depresión. Sacó fuerzas para enfrentarse al deterioro físico gracias a su mujer, Eva Bergman, hija del cineasta sueco, pero quiso escribir sobre sus miedos, sus dudas y sus pesadillas ante el cáncer. No hizo el relato de un héroe sino el de un hombre como todos, que teme al dolor y al momento final.
En esta obra hay una referencia a la ecología y al miedo de Mankell a que lo único que quede del hombre, dentro de siglos y siglos, sean los residuos tóxicos de las centrales nucleares. Y alertaba del riesgo de que "nadie recuerde nada. Lo último que vamos a dejar detrás de nosotros es algo que ocultamos para que nadie lo encuentre. Su muerte ha dejado muchas historias sin contar.
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