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Varios de los implicados en la pelea entre dos clanes rumanos del mes pasado en Sestao, armardos con palos.

Kárate a muerte en Bibao

A veces lo olvidamos, pero en los setenta el deporte más popular por aquí fue el boxeo multitudinario interbarrios

Martínez Zarracina

Lunes, 9 de marzo 2015, 00:10

Ha habido últimamente un par de peleas tumultuosas. Una tuvo lugar en Sestao y la otra en Rekalde. Ambas involucraron a mucha gente y se utilizaron en ellas palos y navajas. La pelea de Sestao enfrentó a "dos clanes rumanos". Y la de Rekalde involucró a dos familias que tienen puestos en el mercadillo del barrio. "Se querían matar entre ellos", explicó un testigo en Rekalde. Se descarta por tanto que aquella gente sacase los palos para interaccionar provechosamente en busca de un consenso enriquecedor para las partes.

Las peleas son una cosa que termina mal cuando ganas y termina aun peor cuando eres el que pierde. Se aprende en el patio del colegio. Años después, a la salida de los bares, lo que se hace es profundizar en la materia: las peleas son un huracán repentino, breve e incontrolable en el que el azar juega un papel decisivamente siniestro. El mismo puñetazo que causa un ojo morado puede provocar la caída que termina con alguien desnucado contra un bordillo.

Todo se complica por un hecho conocido: hay por ahí congéneres que tienen una extraordinaria facilidad para la violencia. Se les da bien. Basta con que suba un poco la tensión ambiental para que el lóbulo central de su cerebro se transforme en una ciudad bombardeada. Algo hace 'clic' en esas cabezas. Y entonces solo importa alcanzar el objetivo supremo de las peleas callejeras: causar el máximo daño a la mayor velocidad.

Lo increíble es que las peleas pueden ser algo que se recuerda casi con cariño. Si no hay muertos, sobre todo. Lo hacemos solo los tíos, que somos con frecuencia el eslabón perdido entre el bonobo y el orangután. Recuerdo una sobremesa en la que salió el tema. Señalaré que los comensales eran todos gente principal, sensata, respetable. Menos yo, que además era el más joven. Todos estaban de acuerdo en que el problema eran las navajas. En los viejos tiempos, explicaban, se llegaba a las manos y no se pasaba de ahí. Eso facilitaba que todo pudiese arreglarse después con unos hielos.

El Sandokan de Lutxana, King y Kong...

No tardé en entender que los "viejos tiempos" eran los años setenta. Entonces en los barrios de la ciudad y en los pueblos del entorno los jóvenes formaban bandas. Y las bandas tenían la costumbre de pegarse. Lo hacían por todo lo alto, con frecuencia y alevosía, pactando el lugar en la que iban a partirse la cara. Es un episodio de nuestro pasado reciente del que todos tenemos noticia, aunque no suele hablarse de él. Pero de pronto aquella sobremesa se transformó en una especie de 'Qué tiempo tan feliz' de las tortas interbarrios. Se recordaron con entusiasmo trifulcas apoteósicas. Cuando los de Uribarri quedaron con los de Rekalde para matarse. Y cuando los de Zorroza aparecieron en las fiestas de Barakaldo. Y aquella vez que los de Santutxu se unieron con los de Begoña para exterminar a los de Deusto

Yo no tardé en asustarme un poco. Era evidente que aquella gente tan respetable había estado allí. Boxeando. Hablaban de las peleas con una mezcla de espanto retrospectivo y fortísima añoranza. Y dejaban caer nombres que provocaban estallidos repentinos de admiración. El Sandokan de Lutxana, qué sé yo, los gemelos de Basurto a los que apodaban King y Kong, el tipo flaquito de Indautxu, el de los nunchakus, al que llamaban el Bruce Lee Estoy improvisando, no recuerdo los apodos, pero aludían a los que causaban mayor daño al enemigo. Sus hazañas hacían pensar en una cosa inquietante: héroes homéricos vestidos con pantalones de campana que bajaban a la batalla por Iturribide.

Lo mejor fue cuando pregunté qué había sido de aquellos individuos peligrosos. Yo imaginaba que estarían en la cárcel, que habrían muerto jóvenes en atracos que salieron mal, pero qué va. En realidad, están todos en la Administración. Son altos cargos. O jefazos en las grandes empresas del país. Resulta que las identidades del Sandokan y el Bruce Lee, pongamos por caso, eran de esas que suenan entre nosotros como una solemne trompetería: el nombre propio con diminutivo y el apellido pronunciado velozmente, como si al hacerlo se grabase en el aire un marbete de seriedad.

Créanme, el que no era viceconsejero de algo era consejero delegado de otra cosa, o estaba en la judicatura, o gestionaba importantes inversiones. Personas del todo respetables, sensatas, principales, como aquellas con las que yo había comido. La verdad es que me dio un ataque de risa. Y desde entonces fantaseo con acudir a una de esas cumbres políticas y sociales que reúnen a la élite local y gritar "¡Por allí, uno de Txurdinaga!" o "¡Los de Santurtzi apestan!", por ver si esa gente reacciona, se quita la chaqueta y comienza a atizarse como en los viejos tiempos, demostrando que la vieja escuela todavía sabe calentarse a base de bien.

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