En busca del pil pil
Las mañanas festivas transforman El Arenal en un núcleo irradiador de jugos gástricos
Las mañanas de fiestas transforman el Arenal en un lugar inaudito. Es como si una civilización gastrocrática se apoderase de la zona, llenándolo todo de ... pequeños asentamientos -construcciones de sombrillas y mesas plegables delimitadas por colorista cinta de balizamiento- en las que parece haberse dado una evolución cultural aproximada y paralela. Piensen en un grupo humano que, tras la Edad del Fuego, hubiese alcanzado la Edad del Sofrito. Y de ahí en adelante, sin freno ni temor, centrando su razón de estar en el mundo en lo gastronómico y sofisticándose cada vez más en cuestiones culinarias.
Un ejemplo: ayer en el Arenal había un taller de cocina para niños. Puede parecer una cosa sencilla, simpática, inocente. Pero qué va. En la civilización que triunfa en las mañanas festivas del Arenal a los chiquillos no se les enseña a hacer cualquier tontería, un sandwich o una tortilla francesa: lo que los niños bilbaínos aprendían ayer a preparar era kokotxas al pil pil. Y no lo hacían bajo las órdenes de voluntariosos monitores, sino bajo las órdenes de Javier Izarra, discípulo de Fernando Canales y chef del Tamarises Izarra de Getxo.
Había que ver a todos esos menores aplicándose con el pil pil. Por megafonía se les explicaban cosas sobre «la cultura del bacalao». Y desde luego en el Arenal comenzaba a oler a bacalao. A bacalao al pil pil. A bacalao en serio. Sucedía de un modo inapelable y estimulante: la inconfundible mixtura de ajo y guindilla extendiéndose por el corazón de Bilbao como si fuera un fenómeno atmosférico.
No era cosa de los niños, sino de los mayores. Ayer el concurso gastronómico se centraba en el que quizá sea el plato estrella de la cocina vasca y las cuadrillas estaban manos a la obra desde media mañana. Instalados de lleno en la Edad del Pil Pil. En cada puesto alguien movía una cazuela gigantesca que adquiría en la mayoría de los casos un color francamente promisorio. El movimiento se realizaba con una mezcla de seriedad y concentración que no desentonaría en un neurocirujano que estuviese abriendo un cráneo. Es fácil entender que, en ambos casos, el mínimo desliz puede ser dramático: una vida humana que se pierde, una cazuela de bacalao que se arruina delante del severo y memorioso tribunal de la cuadrilla del txoko.
Cómo sería la cosa, y cómo será esta ciudad, que la gente, el público, los paseantes, se paraban frente a los cocineros y escrutaban las cazuelas con gravedad ceremonial. Que los espectadores perseguían la ortodoxia era algo que se notaba prácticamente en la vibración del aire. La presencia de un palillo intentando que la piel de un lomo de bacalao no se despegase podía dar lugar a gestos de reproche, a negaciones con la cabeza, a murmullos de reprobación: «Ese palillo…».
Mientras tanto las cuadrillas de cocineros cocinaban concentrados, evitando dejarse condicionar por el público, como hacen siempre los artistas verdaderos. Unos cocinaban el bacalao, claro. Otros cocinaban una tortilla de patata para picar algo mientras se iba haciendo el bacalao. Y otros cortaban jamón, lomo, queso, abrían vino, para que fuesen picando algo los que hacían la tortilla. Aquello estaba entre la metacocina y la producción industrial en serie aplicada a la manutención de un grupo compuesto por cinco o seis bilbaínos.
A las doce del mediodía el ambiente en el Arenal era ya prácticamente insoportable. Olía tan bien, tenía todo tan buena pinta que resultaba imposible no tener los jugos gástricos en estado de ebullición y unas ganas repentinas de comerse un búfalo. Se suele dar por hecho que la Semana Grande es un periodo en el que reina la bebida, el alcohol, pero habría que pensar en la importancia decisiva que tiene estos días la comida. En todas sus variantes. Desde la que se sirve en las terrazas llenas de los restaurantes hasta los bocatas que originan colas interminables cada noche en las txosnas. Ayer, buscando quizá alguna clase de equilibrio calórico, justo cuando el Arenal era ya la capital mundial del bacalao al pil pil, comenzó en la plaza del Arriaga una exhibición de deporte rural. Txingas, piedras, desafíos, récords… Curiosamente, la actividad extenuante de los deportistas bajo el sol no causaba en el espectador ningún propósito de enmienda. Lo que hacía aquella gente esforzándose tanto era darte aún más hambre.
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