Ascenso del Alavés a Primera
Mendizorroza, memorial y fortalezaEl hogar albiazul nunca bajó de categoría, jamás fue de Segunda. En Valencia, el equipo recuperó para el club el estatus que ya tenía en la grada. La afición no ha dejado de creer y de alentar un solo minuto en una temporada larga y aguerrida. Ningún campo se quedó sin una bandera alavesista, sin un grito de ánimo, sin un corazón a rayas
Cuatro imágenes de puro alavesismo. La primera, repetida veintitrés veces, tantas como partidos en Mendizorroza: los jugadores aplauden, al final del encuentro, a una grada ... que no ha parado de cantar, animar y creer por encima del resultado. La segunda, un grupo de aficionados de procedencia diversa, conversos a la fe albiazul por la final de Dortmund, reunidos en Barcelona ante un partido televisado del Glorioso. La tercera, una enorme ikurriña con el escudo del Deportivo Alavés en su centro, colocada tras una de las porterías del estadio del Cádiz. La cuarta, un niño con su mochilita albiazul camina hacia la guardería por las calles de Madrid de la mano de su padre.
Cuatro visiones de una misma emoción; cuatro estampas que muestran el arraigo de un sentimiento y evidencian la madurez de una afición que ha entendido la realidad de su club; cuatro destellos que expresan el fulgor de una entidad que, en su medida, disfruta de una fiel diáspora y de un sólido sentido de pertenencia.
El fútbol despierta emociones tan intensas que, a veces, de asombrosamente humanas, resultan indescifrables. Y entre ellas, la del hincha es una de las variantes más diversa, intrincada, abnegada y prolífica. No hay artilugio más mágico que un balón, ni bandera más venerada que una camiseta. Y la enseña albiazul siempre flamea con viento de cola.
Memorial albiazul
Los estadios de fútbol deberían tener su Monumento al Hincha Desconocido. Una buena manera de visualizar la trascendencia del aficionado en un deporte cada vez más espectáculo y más negocio, de reconocer su papel insustituible para insuflarle alma. Serviría también de menhir, monolito o campanario donde invocar a los dioses del juego y del azar, de aliviadero para descargar descontentos y depurar frustraciones y de punto de encuentro para gozar, llorar, celebrar o sufrir en comunidad.
Mendizorroza ya lo tiene, sin necesidad de esculturas ni placas. El suyo es un monumento circular, pintado por su propia gente. Una imponente sucesión de murales que lo envuelve y ponen imagen a sus leyendas, a quienes pisaron su césped o forjaron su futuro. Una piel que lo humaniza, que le dota de sensibilidad y memoria. Un legado anclado en la infancia, en ese tiempo dúctil donde se cimentan los sueños y las ilusiones, y cultivado generación tras generación. Nadie puede entrar en el campo sin pasar ese filtro, sin que Menoyo, Compañón, La Paca, Juan Arregui, Aranguren, Mané, el once de Dortmund o Donato y su marcador les recuerden desde sus paredes su condición de militantes de la causa albiazul, de creyentes. Un auténtico memorial que lo seguirá siendo mientras el estadio, casi centenario, permanezca en pie, mientras las gradas mantengan su espíritu festivo, mientras los niños puedan recibir sin temor su bautismo glorioso, mientras se ejemplarice con los valores de un deporte que, por encima de espectáculo de masas y millones, nunca dejará de ser un juego.
Cada primer partido de Liga, en Mendizorroza se guarda un minuto de silencio por los socios y seguidores fallecidos. Aficionados nunca anónimos, porque quienes se sentaron a su lado, quienes compartieron con ellos las emociones de un acontecimiento sin certezas, quienes formaron parte de sus días saben lo importante que para ellos fue el Alavés dentro del engranaje tan complejo que mueve la vida. Integran una memoria que se expande con los años, que se transmite y conforma eso que se ha llamado sentimiento albiazul y que es una savia que fluye por la ciudad y el territorio creando una de sus señas de identidad, quizás no la más importante pero, sin duda, la más transversal.
Siempre de Primera
Este ascenso, sufrido y trabajado como corresponde, empezó a fraguarse el viernes 19 de agosto, segunda jornada de la temporada, ante el Mirandés. Ese día, Mendizorroza se fundió con el equipo como si el pasado reciente no contara y mostró que la fidelidad está por encima de cualquier coyuntura amarga. Los éxitos del Alavés siempre han llegado cuando afición y jugadores comparten valores, cuando el equipo y la grada se confunden, cuando el compromiso, el esfuerzo y la fe superan limitaciones y adversidades. Mendizorroza no falló, nunca falla, ni el espíritu que lo alienta, desde dentro y desde fuera. El Alavés latirá mientras haya un corazón a rayas. Y los hay a miles. Algunos, muchos, lejos de casa, depositarios de una esencia albiazul que la distancia y la nostalgia potencian.
En Cádiz, en ese Carranza rebautizado como Nuevo Mirandilla, una bandera y un escudo seguirán mostrando la parte más sana del fútbol, la que habla de convivencia entre diferentes, de reconocimiento y gratitud. Esa ikurriña con el escudo del Alavés hace grandes a dos aficiones, la cadista y la alavesista, hermanadas desde el último partido de la pasada campaña en Mendizorroza, la que selló el descenso albiazul a Segunda y la permanencia amarilla. Expresa la generosidad de quienes no confunden el balón con una patria, ni al rival con el enemigo; de los que no hacen de una falta una afrenta ni convierten un penalti en una ejecución; de aquellos que no discriminan por el color de las camisetas o de la piel ni usan el insulto como partitura.
No hay artilugio más mágico que un balón, ni bandera más venerada que una camiseta. Y la enseña albiazul siempre flamea con viento de cola
En Barcelona, alguien disfrutará del momento y esperará a conocer el calendario de la próxima temporada para preparar la romería a esa ciudad y su provincia que les engancharon por la tenacidad y el fútbol de sus jugadores, por su dignidad en la derrota y su arrojo, por el talante de su afición. Atributos que tan bien definen a los habitantes de un territorio esforzado y perseverante.
Y en Madrid, un niño estrenará mochila, una más grande, con el Babazorro pegado a su espalda. Caminará orgulloso con sus ojos azules y su mirada blanca, los colores del equipo que ha heredado. Y su hermana, apenas un bebé, vestida con su pijama a rayas, calentará ya en la banda. ¡El Glorioso nunca se rinde!
El viejo Casale en Vitoria
Roberto Fontanarrosa, el genial humorista gráfico y escritor argentino, sin duda el mejor psicoanalista del balón, resumió en un relato la esencia del 'fanático'. Cuenta que ante un partido crucial entre los dos clubes de Rosario, un grupo de seguidores recalcitrantes de Central, insatisfechos del efecto de sortilegios, cábalas, ritos, supersticiones y manías, no encontraron otra solución para que los astros se alinearan con sus colores que recurrir a un talismán humano: un viejo y enfermo hincha 'canalla', padre de un conocido, que, por distintas circunstancias, nunca había visto perder al equipo frente a su furibundo rival. El veterano seguidor llevaba años sin asistir a un encuentro por prescripción médica: un corazón frágil y demasiado exigido en la grada del Gigante de Arroyito. Desesperados, ante su negativa a acompañarlos a Buenos Aires, donde se celebraba el partido, deciden secuestrarlo. Una derrota significaría años de infamia y humillaciones.
Contra su voluntad, el anciano termina siendo uno más de la 'bancada' de Central en el estadio de River y, gesto a gesto, canto a canto, la ira del engañado, describe Fontanarrosa, se fue transformando en la pasión del 'fanático'. Secuestradores y secuestrado viven juntos el duelo entre 'canallas' y 'leprosos' y celebran la agónica victoria de Rosario Central sobre Newell's Old Boys. El Viejo Casale, prototipo del hincha esencial, disfruta, llora, se abraza, corea y grita. Hasta que su corazón se para y muere en la grada. El relato finaliza con lo que podría ser el epitafio perfecto del 'fanático': «¡Así se tenía que morir, que hasta lo envidio, hermano, te juro, lo envidio! ¡Porque si uno pudiera elegir la manera de morir yo elijo ésa, hermano! Yo elijo ésa». El cuento, '19 de diciembre de 1971', es una ficción de un hecho real, la disputa en el Monumental de la semifinal del Torneo Nacional argentino.
Quien lea con la camiseta puesta el cuento de 'el Negro' Fontanarrosa encontrará en la parábola del 'fanático' desmesurado el rastro de su propia pasión y verá en el Viejo Casale a alguien próximo a su asiento de Mendizorroza.
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