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Uno de los accesos a la ciudad de Angkor Thom.

Templos y demonios contra la jungla

Desde Angkor los jemeres construyeron un Imperio que dominó el sudeste asiático. Mil años después, los vestigios de aquella civilización siguen dominando orgullosos la selva camboyana

Luis López

Lunes, 21 de julio 2014, 17:52

Mientras en Europa sufríamos el oscuro medievo, cuando campesinos famélicos y supersticiosos padecían la tiranía de señores feudales sanguinarios que residían, enfermos y borrachos, en castillos húmedos; mientras esto ocurría, decíamos, el Imperio Jemer dominaba el sudeste asiático. Aquella civilización se sustentaba en unos logros de la ingeniería que aún hoy pasman, igual que pasma la delicadeza y el detalle de sus representaciones artísticas y el dominio ejercido sobre un medio tan agresivo como ese en el que la selva lo envuelve todo y el agua se desploma violenta desde las montañas.

Angkor es la prueba. No son sólo unas ruinas al norte de Camboya, es una sucesión de maravillas que se extienden a lo largo de muchos kilómetros: templos consagrados a dioses hindúes que compiten entre ellos en dimensiones y espectacularidad, estanques imponentes de geometría precisa que los rodean, murallas ciclópeas, puentes defendidos por demonios, explanadas inmensas diseñadas para desplegar desfiles con cientos de elefantes... Como símbolo absoluto, Angkor Wat, el mayor edificio religioso del mundo. "Tiene las proporciones épicas de la Gran Muralla china, el detalle y la complejidad del Taj Mahal y el simbolismo y la simetría de las pirámides, todo en uno", es la certera presentación que hace del lugar la guía de viajes Lonely Planet.

Toda esta civilización floreció y se desarrolló entre los siglos IX y XIV gracias a su capacidad para dominar el agua. Los jemeres diseñaron un sistema hidráulico impresionante con estanques y esclusas que les permitían no sólo mantener cosechas generosas sino proyectar el urbanismo de una ciudad en donde las láminas de agua mansa duplicaban los templos imponentes. Aquel sueño terminó cuando, durante varios años, se intercalaron sequías y lluvias torrenciales; se generaron tal cantidad de sedimentos (culpa de la deforestación en las zonas altas) que colapsaron la formidable red de canalizaciones.

Nunca quedó totalmente deshabitada la zona, pero la selva, lenta e implacable, fue recuperando lo que había sido suyo y devorando poco a poco los vestigios de aquella civilización. En el tránsito del siglo XVI al XVII misioneros y comerciantes españoles y portugueses descubrieron 'la gran ciudad', pero más preocupados por abrir rutas comerciales y captar almas que por desentrañar misterios, pasaron de largo. Eso sí, no sin antes dejar constancia del hallazgo en varias crónicas.

Y fue en el siglo XIX cuando el naturalista francés Henri Mouhot, con la imaginación excitada por aquellos relatos que hablaban de una ciudad de ensueño, puso rumbo a Angkor. Llegó en 1860 y se encontró el cielo abierto. "Uno de estos templos (en relación a Angkor Wat), rival del templo de Salomón y erigido por algún antiguo Miguel Ángel, podría ocupar un puesto de honor junto al más bello de nuestros edificios. Es más grandioso que los que nos dejaron Grecia o Roma".

Holocausto de los jemeres rojos

Europa quedó deslumbrada por aquella maravilla y se convirtió en destino de aventureros y científicos. Durante más de un siglo se hizo retroceder a la selva y se reconstruyeron templos que habían quedado reducidos a montañas de piedras. A mediados de la centuria pasada, bajo el dominio colonial galo, se hizo con la fama de ser el rincón más misterioso del planeta, enclave codiciado por todo aquel potentado atrevido que buscase emociones fuertes o presumir de exótico y viajado.

Todo terminó con la guerra y el holocausto de los jemeres rojos. En la segunda mitad de los años 70 toda Camboya quedó convertida en un campo de trabajo, con un sistema agrario salvaje de inspiración maoísta que supuso el exterminio de la cuarta parte de la población, víctima de las ejecuciones masivas, el hambre y las enfermedades. En las décadas siguientes se libró una contienda civil que devolvió Angkor al olvido. Y ha sido en el actual milenio cuando, impulsada por méritos evidentes, ha emergido con fuerza. Ni Machu Pichu, ni Tikal, ni las pirámides de Egipto... No hay sitio arqueológico que haga sombra a los vestigios del triunfal Imperio Jemer y por eso ocupa un lugar prioritario en los destinos turísticos asiáticos.

Siem Reap, el pequeño pueblo que daba cobertura logística a las ruinas de Angkor por ser el más próximo, se ha convertido en la segunda ciudad del país con 150.000 habitantes. Son muchos los forasteros que recalan aquí en una parada desde Vietnam o Tailandia para alucinar con el espectáculo. Al margen del error garrafal que supone reducir Camboya a este enclave, y lo insuficiente de dedicar únicamente un par de días o tres a su exploración, cualquier tiempo invertido en Angkor es un acierto.

Consejos para el viaje

Llegar desde Euskadi es fácil. Lo más directo volar desde Bilbao a Bangkok vía Frankfurt, y desde la capital tailandesa desplazarse a Siem Reap en alguna aerolínea low cost (es posible hacerlo por 35 euros) o en autobús en un trayecto de 8 ó 9 horas. Una vez en la ciudad camboyana simplemente hay que negociar en la calle con el conductor de un tuk tuk el precio por el que nos llevará a las distintas zonas durante los días que vayamos a estar en el lugar. Cuatro jornadas es un tiempo razonable con un coste total en transporte (incluyendo destinos que distan unos 60 kilómetros) de unos 65 euros.

Por más que se haya leído sobre la ciudad sagrada, por más fotos que se hayan visto, nadie está preparado para plantarse al fin, cara a cara, ante la magnificencia de Angkor. Lo primero es acudir a Angkor Wat, el emblema de toda una nación que ha llevado su silueta a la bandera nacional. Un prodigio de equilibrio y delicadeza desde cuyas cúpulas se domina la selva. El mayor edificio religioso del mundo es el único templo de la zona que nunca ha sido abandonado a los elementos. En algunos rincones monjes budistas rezan rodeados de incienso. Y en el exterior del complejo central se extienden, a lo largo de 800 metros, bajorrelieves donde se representan acontecimientos históricos de los tiempos en que los dioses-reyes jemeres creían dominar el mundo.

A un par de kilómetros está Angkor Thom, la ciudad fortificada, capital del Imperio donde llegaron a vivir, en su interior y en su entorno, un millón de personas. En diez kilómetros cuadrados rodeados por un foso temible se suceden construcciones impresionantes, plazas, torres... Puentes custodiados por decenas de demonios cruzan el agua y conducen a las puertas de acceso, que se alzan recargadas y orgullosas. No cuesta imaginarse hasta qué punto este entorno sobrecogería a quienes, hace un milenio, llegasen aquí por primera vez, ni cómo esas personas darían por hecha la condición divina del monarca que se rodease por semejante despliegue.

Es bueno pasar casi un día entero aquí, hacer caminatas por sus zonas boscosas, ascender templos piramidales y cruzar estanques reflectantes. Mención especial merece Bayon, quizás la joya entre las joyas. Con sus 54 torres decoradas con 216 enormes rostros es uno de los lugares más enigmáticos del mundo. Esas caras, muy parecidas a la del propio rey Jayavarman VII -el más grande de su tiempo, que ordenó la construcción-, replican una sonrisa fría que a la vez inspira temor y clemencia, cualidades requeridas para dominar tan poderoso Imperio.

A varios kilómetros de la ciudad está Ta Prohm. Aquí no se ha puesto coto a la selva y los árboles enormes envuelven con sus raíces edificios, flanquean puertas, fragmentan muros... Es el templo más sorprendente y también de los más visitados porque fue el escenario donde se rodaron las escenas más espectaculares de la película Tomb Raider. Parecido es Beng Mealea, ubicado a sesenta kilómetros de Siem Reap, aunque las dimensiones de este último son muchísimo mayores y el estado de la vegetación aún más silvestre.

Así podríamos estarnos de manera indefinida, haciendo un repaso de cada lugar mágico, buscando adjetivos para calificar lo excepcional de Angkor sin repetirnos demasiado y quedándonos siempre cortos.

Pero antes de acabar, no podemos olvidarnos de Kbal Spean. A 50 kilómetros de Siem Reap está este río, donde nacía el poder de los jemeres y su civilización, sustentada en el dominio del agua. La zona estuvo cerrada hasta 1998 por la guerra y por las miles de minas que escondía la tierra y que aún hoy aconsejan no separarse de los senderos. Tras un ascenso de dos kilómetros por la jungla se llega al lecho de este río, todo roca profusamente tallada. Decenas de apsaras, las ninfas acuáticas de la mitología hindú, ejecutan danzas sensuales y se contorsionan; y cientos de lingas se suceden bajo el agua clara. Estos últimos son representaciones fálicas que llaman a la fertilidad y que los viejos jemeres ubicaron aquí, justo por donde pasaba el agua que luego llegaría a Angkor para sustentar el mayor Imperio de su tiempo.

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