Una nación educada
La moderna Escocia nació poco antes de la unión con Inglaterra, cuando el Parlamento de Edimburgo ordenó en 1696 que todos los pueblos tuvieran una escuela
Javier Muñoz
Jueves, 18 de septiembre 2014, 01:28
El 8 de junio de 1696, en tiempos del rey Guillermo III, un estudiante de Medicina de 19 años fue ahorcado en Edimburgo por haber negado en público que las Sagradas Escrituras fuesen ciertas. Se llamaba Thomas Aickenhead y fue víctima de la intransigencia de Iglesia calvinista (Kirk), preponderante en Escocia desde el siglo XVI. Fue el último reo ajusticiado en las Islas Británicas por un delito de blasfemia, y su muerte conmocionó a sus compatriotas, que ya habían conocido la intolerancia del rey católico Carlos II, de la dinastía escocesa de los Estuardo, y anteriormente la crueldad del dictador puritano (protestante) Oliver Cromwell.
Publicidad
En 1696 ocurrió en Escocia otro hecho crucial. El Parlamento de Edimburgo aprobó una ley que obligó a todos los municipios a abrir una escuela. "Una extraordinaria decisión política, una decisión adelantada a su tiempo", asegura David Boyle en el libro 'Talento escocés' (Editorial Nerea, 2012). El ensayo está dedicado a los pensadores, científicos e ingenieros que contribuyeron al despegue de Escocia durante los siglos XVIII y XIX, y sentaron las bases de la Revolución Industrial. Desarrollaron la máquina de vapor, fueron notables y prolíficos inventores, construyeron puentes, abrieron grandes canales, pusieron en marcha acerías, fundaron navieras y levantaron los astilleros de donde zarparon los trasatlánticos 'Queen Mary' y 'Queen Elizabeth' en el siglo XX.
Los manuales de Bachillerato están plagados de grandes nombres escoceses. El economista Adam Smith, el filósofo David Hume; el escritor y abogado James Boswell, a la sazón biógrafo y amigo de Samuel Johnson; el ingeniero James Watt, que adaptó la máquina de vapor a la industria; el químico Joseph Black... "Miramos a Escocia para todas las ideas sobre la civilización", escribió Voltaire en el siglo XVIII.
Batalla de Culloden
El origen de aquella época tan brillante -conocida como la Ilustración escocesa- fue doble. El acceso a la enseñanza de las clases populares y el acta de unión con Inglaterra, un cambio instituido en 1707, en tiempos de la reina Ana. Desde entonces, Escocia multiplicó sus exportaciones de grano y pasó a controlar el transporte de tabaco en el Atlántico. Su economía creció y surgió una poderosa clase comercial en Glasgow y Edimburgo, las dos ciudades de la región central del país (Central Belt). Los empresarios se reunían en clubes sin que hubiera distinciones entre aristócratas y plebeyos. Las universidades escocesas se orientaron hacia las disciplinas científicas y técnicas, mientras que las inglesas se centraban en los estudios clásicos.
Pero la modernización de Escocia no contentó a todo el mundo. Chocó con las tradiciones de las Tierras Altas y su viejo sistema de clanes. En 1715 y 1745 se produjeron dos rebeliones contra la corona unida encabezadas por sendos pretendientes de la dinastía Estuardo. Ambas fracasaron, pero la segunda de ellas, liderada por Carlos Eduardo contra el rey Jorge II, de la casa alemana de Hannover, estuvo a punto de triunfar con el apoyo militar de los clanes. Su ejército no sólo avanzó por Escocia, sino que casi entra Londres.
Publicidad
El levantamiento le pilló a Adam Smith fuera de Escocia. Se encontraba en Oxford y sufría un ataque de ansiedad. David Hume, propenso a la depresión, era preceptor de un noble "lunático", según lo describe David Boyle. En Edimburgo, los intelectuales intentaron organizar la resistencia frente a las tropas del pretendiente Estuardo, aunque con escaso éxito. "La defensa fracasó y los voluntarios se retiraron a la taberna Turnbull, a disfrutar del clarete", relata David Boyle.
La guerra concluyó con la derrota de los rebeldes en la batalla de Culloden (1746). Carlos Eduardo, conocido como Bonnie Prince Charlie, huyó en barco disfrazado de doncella, "con un vestido de flores y un delantal blanco", y no regresó. Escocia fue escenario de una feroz represión; los clanes fueron desarmados y sus caudillos acabaron en el exilio. Se construyeron caminos en las Tierras Altas, donde hasta entonces las comunicaciones sólo eran por mar o a través de los lagos. Más adelante, como gesto de reconciliación, los reyes británicos decidieron pasar los veranos en Balmoral y vestir a la usanza escocesa.
Publicidad
Unión y religión
La religión y las simpatías políticas se mezclaron en la Escocia del XVIII. Los calvinistas apoyaban la unión con Inglaterra. En cambio, los episcopalianos (versión escocesa de la religión anglicana) recelaban de la unión y de la dinastía de los Hannover, rechazo este último que compatían con los tories ingleses. Por último, los católicos romanos formaban un grupo minoritario y confinado en las brumosas Tierras Altas de lengua gaélica.
La vida continuó tras la derrota de los clanes. A finales del XVIII, Escocia era el país más alfabetizado de Europa. Gracias a la creación de las escuelas había dado un salto educativo que Inglaterra no igualó hasta la década de 1880 y que luego imitó Alemania. Ese salto lo habían hecho posible dos rasgos característicos de la religión calvinista: su sentido práctico y el igualitarismo de sus asambleas. Eran dos señas de identidad que coexistían con el radicalismo teológico y la intransigencia que condujeron al joven Aickenhead al cadalso en 1696.
Publicidad
"El resultado (del impulso a la enseñanza) fue una explosión literaria", escribe David Boyle. "En poco tiempo, cada localidad disfrutaba de una biblioteca donde la gente podía tomar libros prestados. Cualquiera que dispusiera de sus propios ahorros podía adquirir su propia colección de libros".
Los clubes de debate florecieron. En 1762 se creó en Edimburgo una sociedad que originalmente iba a discutir la oportunidad de crear una milicia escocesa. Adam Smith la llamó 'Poker Club' para no herir susceptibilidades. Sus miembros acudían de dos a seis de la tarde a comer y a tomar jerez y clarete. Además de Adam Smith, se reunían el sociólogo Adam Ferguson; el físico, ingeniero y filósofo John Robison. el químico Joseph Black y David Hume, a quien el contacto con sus amigos (y con el jerez) hacían más llevadera su depresión filosófica.
Publicidad
Escepticismo
Tanto Hume como Smith, que se conocieron en 1750, eran dos solterones un tanto chiflados. El segundo, autor de 'La riqueza de las naciones', era narigudo, maniático, sufría un problema de dicción y era increíblemente distraído. A veces hablaba para sí en presencia de otras personas y acostumbraba a apilar los libros uno encima de otro. "En una ocasión -relata David Boyle- salió de casa en camisón y soñando despierto llegó a caminar 24 kilómetros, hasta que el sonido de las campanas de una iglesia le hizo volver en sí".
Adam Smith escribió frases hoy ignoradas por sus teóricos admiradores. "Los ricos deberían contribuir al gasto público no sólo en proporción a sus ingresos, sino en mayor medida". Y también: "Cada impuesto, por otra parte, es, para quien lo paga, una seña de libertad, no de esclavitud".
Noticia Patrocinada
David Hume no andaba a la zaga en extravagancias. Filósofo escéptico, sostenía que la ciencia sólo debe basarse en hechos. Pero era tan descreído que ponía en duda que la repetición de un fenómeno en el tiempo sea una garantía de que se vaya a producir de nuevo. "No hay pruebas de que el sol vaya a salir de nuevo porque así haya sido hasta ahora", aseguraba. Ese escepticismo radical se puso a prueba el día que Hume se cayó en una ciénaga en Edimburgo camino de su residencia. Una mujer se acercó a auxiliarlo, pero cuando se enteró de que se trataba del filósofo ateo permaneció sin hacer nada hasta que él aceptó rezar un Padrenuestro.
Mientras tanto, las Tierras Altas se iban transformando y sus tradiciones perdían terreno. El escritor James Boswell, que fue alumno de Adam Smith, recorrió la región en 1773 en compañía del escritor inglés Samuel Johnson, quien dejó una descripción de los lugares visitados y abundantes reflexiones en su libro Viaje a las islas occidentales de Escocia.
Publicidad
El cántabro de Vizcaya
"Sucede a veces -escribió Johnson- que por conquista, amalgama o gradual refinamiento, las partes más cultivadas de un país cambian de lengua. Los montañeses se convierten entonces una nación diferenciada, desprovista de toda comunicación con sus vecinos por el distinto idioma. Así subsisten todavía el cántabro originario de Vizcaya (sic) y el antiguo sueco en Dalaercalia. Así Gales y las Tierras Altas de Escocia hablan la lengua de los primeros habitantes de Bretaña, mientras que las otras partes han recibido primero el sajón y después el francés en algún grado, y formado en fin una tercera lengua entre todas ellas".
Samuel Johnson no creía que las costumbres de una nación perduren porque se hable "la lengua primigenia". Opinaba que el primitivismo de los montañeses de Escocia se debía a su situación concreta más que a la herencia de los antepasados. Pero se curó en salud al concluir su libro: "La novedad y la ignorancia se hallan siempre en relación inversa y soy muy consciente de que mis opiniones sobre las costumbres nacionales son las propias de alguien que no ha visto muchas cosas".
Accede todo un mes por solo 0,99€
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión