Un joven en el 'Metaverso'.

Voluntaria entrega

Todos conservamos en la retina la imagen de un 6 de enero cualquiera, en el salón de la casa en torno al árbol de Navidad. ... Los niños abriendo sus regalos atropelladamente en medio de una algarabía indescriptible. Satisfechas las emociones de casi todo el mundo siempre se iban desvelando algunas sorpresas.

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Recuerdo una ocasión en la que uno de los regalos, un juego de construcción que requería de cierta edad y de contrastada pericia para su ensamblaje, había ido a parar a manos de un niño que no acreditaba ninguna de las dos condiciones, ni de años ni de habilidad. El chico se afanaba con las piezas, las giraba entre sus manos, las miraba con cara de sorpresa de un lado y del otro y las iba desechando con un leve gesto de contrariedad.

Más tarde, fue ocupándose de descartar herramientas y tornillos de todo tipo, cuyas formas parecían resultarle una verdadera incógnita. Cuando acabó por intuir que aquello le superaba, el niño desistió de jugar con el contenido y pasó a volcar su atención en el continente. Tomó la enorme caja del juego, la amarró a unos viejos patines con ayuda del lazo que envolvía el regalo, y construyó un remolque que llenó inmediatamente con todas las piezas desperdigadas por el parqué.

Esa mañana, sin duda, el crío fue el tipo más feliz de la familia. Pasó el día desfilando por el pasillo. El fiasco del regalo, a ojos del adulto que no había reparado en la edad recomendada por el fabricante al comprarlo, se había convertido en una nave con la que emprender una aventura increíble, ora terrestre, ora marina, ora intergaláctica.

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Así, nuestro pequeño emprendedor ejerció de transportista de la bolsa de la compra desde la puerta de la calle hasta la nevera y la despensa, acarreó la colada de la lavadora hasta el tendedero y reorganizó, como un verdadero experto en logística, todas sus pertenencias, desde cromos a juguetes y peluches variados llevándolos de acá para allá y encontrándoles nuevo acomodo.

Mientras recordaba aquella peripecia infantil, reparé en que a los adultos nos sucede a menudo lo mismo que al niño con su regalo, cuando cae entre nuestras manos una responsabilidad que nos supera, un conocimiento que somos incapaces de aprehender o un entuerto del que ignoramos los mecanismos que rigen su funcionamiento y cuyo dominio resulta imprescindible para acometer su resolución. Y en todas esas ocasiones sobrevuela la tentación del desistimiento, del abandono. Aunque sepamos que ese es sólo un privilegio reservado a los niños.

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Reconozco que a vivir se aprende viviendo. Nadie nace sabido ni vivido. Lo que nos diferencia es la actitud que asumimos ante los retos que hemos de superar para poder pasar de una pantalla a la siguiente del juego de la vida. Las piezas del 'Mecano' que el niño abandona no son sino una metáfora del inmenso esfuerzo que requiere el crecimiento y la construcción de nuestra propia suerte.

Precisamente la madurez se diferencia de la infancia en la búsqueda permanente de respuestas a los desafíos que se suceden a lo largo de nuestra vida. Debes encontrar una solución para ensamblar las piezas de tu puzzle particular, pues no es una opción viable quedarte con la caja obviando su contenido, a riesgo de perderte lo mejor del viaje y de caer en la abulia y el quietismo existencial. O eso creía yo, iluso de mí, hasta no hace tanto.

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Si al niño que juega con la caja en vez de con las piezas del juego le ampara su ingenuidad, también los adultos prefieren trocar sus verdaderas preocupaciones por otras más livianas y llevaderas, hartos de asumir el protagonismo de sus propias vidas. A tal punto que nos dejamos llevar a ciegas, necesitados de tutela y consuelo.

De esta guisa, ha venido en resultar que Google, Facebook o Instagram conocen mejor nuestros secretos más íntimos que nuestros respectivos cónyuges, pagando la tutela que nos prestan poniendo nuestra intimidad en la plaza pública y descargando en manos de terceros nuestra vida y milagros, fotos, escritos y documentos de toda guisa y condición.

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De que hemos cruzado el rubicón no hay duda alguna. No hay más que leer a Mark Zuckerberg amenazando veladamente con cerrar Facebook e Instagram en Europa. La compañía del 'Metaverso' amaga con el cierre si la normativa comunitaria no le permite transferir los datos de los usuarios europeos a Estados Unidos. Digamos que el solomillo de la información virtual está en los datos, que luego se utilizan para hacerte trajes a medida de cuerpo y alma sin necesidad de que pases por el probador ni por el confesionario. Antes lo llamaban vender el alma, ahora socializarte en redes.

La clave de la disputa entre los gigantes de Internet y Europa está en que el Tribunal de Justicia de la UE tumbó el acuerdo que hacía posible la transferencia de datos de un continente a otro, para evitar injerencias en los derechos fundamentales de los europeos.

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En juego está si el libre mercado de la globalización permite también el trapicheo con nuestros datos más personales. Parece fuera de discusión que estamos siendo hackeados. Aunque lo realmente incomprensible es que por primera vez en la historia no vienen a robarnos la identidad con nocturnidad, alevosía y tanques, sino que en esta ocasión nosotros brindamos el botín de modo voluntario, huérfanos del más mínimo pudor para no aparentarlo tan estrepitosamente. Se trata de una cesión nunca vista desde la compra de Alaska a los rusos por parte de los Estados Unidos, o desde el día en que un gitano le vendió la Giralda a un guiri norteamericano.

De pronto recordé un relato de Hans Christian Andersen, aquel hijo de un zapatero remendón y autor de cuentos para niños y para otros públicos menos infantiles y más inquietantes. En 'La sombra', que así se titula el relato que traigo a colación, Andersen nos muestra a un hombre sabio que, muy atareado por sus múltiples menesteres, comienza a delegar en su sombra unas cuantas responsabilidades que a él le resultan insufribles.

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Primero la sombra se encarga de suplantarle en pequeñas gestiones y recados, más adelante en labores de representación. Visto el resultado y pareciéndole éste satisfactorio, los encargos van aumentando, hasta que un día la sombra usurpa la personalidad de quien antes fuera su antiguo dueño, pasando éste a ocupar un papel subsidiario e irrelevante.

Se me antoja que un mal similar aqueja a nuestra sociedad en la que vamos transfiriendo nuestras responsabilidades paulatinamente. Y de ser polvo de estrellas, como definía Carl Sagan con orgullo al ser humano, pasemos a ser sólo esa capa de polvo sobre el armario, adherida a los anaqueles y a los lomos de los libros que allí descansan, con el acceso vedado al interior de sus páginas en esta paulatina y voluntaria entrega en la que andamos empeñados, tirando de la cuerda de la caja de cartón de nuestra infancia.

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