Imagen del Paseo de La Senda de Vitoria. RAFA GUTIÉRREZ

La vida secreta de las castañas

Domingo, 4 de octubre 2020, 02:08

Caminar plácidamente bajo los castaños que balizan el Paseo de la Senda presenta en otoño algunos inconvenientes. A menudo parece como si los árboles pretendieran ... sacar de su ensimismamiento al caminante que pasea embebido por algún pensamiento o reflexión sesuda, ajeno a todo lo que le rodea, y estos eligiesen su cabeza para traerlo de nuevo a la realidad, golpeándola con esa coraza de pinchos que abraza la castaña pilonga.

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En el momento del impacto puede verse cómo el golpeado se sacude sorprendido, llevándose la mano a la cabeza con un gesto de dolor e incredulidad. En un primer momento, y más allá del propio daño, la reacción consciente del paseante es la de observar a izquierda y derecha, adelante y atrás, por si te ha visto alguien. Es el sentimiento del ridículo el primero que aflora. La vergüenza por saber si quienes coinciden en un radio de veinte o treinta metros se están descuajeringando de la risa por el brinco que has pegado y por la cara de tonto que se te ha quedado.

Inmediatamente después, superado el momento del pasmo, pones cara como de pedir perdón; como si la culpa fuera tuya y no del castaño, por haberte llevado semejante percusión en la cabeza; como si te preguntaras a ti mismo a quién coño se le ocurre pasar por debajo de la castaña cuando esta ha decidido que estaba suficientemente madura como para descolgarse.

Un día, reflexionando al respecto de estas cuitas otoñales y del comportamiento humano, llegué a la conclusión científica de que cuando una castaña golpea a alguien, nunca sucede por casualidad. Y constaté que en ocasiones se trata de un hecho premeditado, aún no sé muy bien por qué ni por quién.

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Así que, como aspirante a científico, me senté en el Paseo de la Senda preparado para la observación empírica, dispuesto a contrastar mi teoría con la realidad, como un humilde émulo de Sir Isaac Newton a punto de redactar sus 'Philosophiæ naturalis principia mathematica' tras su oportuna siesta bajo un manzano.

Pensarán ustedes que soy un jubilado ocioso, aquejado de 'tedium vitae', a falta de obras que vigilar. Nada más lejos de la realidad. Pertrechado para la faena, desde el puesto elegido para mi observación dominaba un tramo suficientemente amplio del Paseo de Fray Francisco y del contiguo de Cervantes. Tras una hora de recuento de caídas aleatorias de castañas, y a punto de perder la esperanza y echar por tierra mi teoría, una castaña de porte singular, gorda como media bola de billar americano, y de un marrón brillante y lustroso, cayó como a cámara lenta sobre el cráneo de un paseante particularmente mondo.

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La primerísima reacción de aquel pobre calvo fue la de emitir un grito apagado, como del púgil tras encajar el golpe. –Huuu. La segunda, la de girarse esperando hallar al culpable, algún chico en horario de recreo ocupado en molestar a probos ciudadanos con sus bromas pesadas. Al no observar a ningún sospechoso, la tercera reacción fue la de cruzar la mirada con los demás transeúntes que, divertidos, desviaban inmediatamente sus miradas a lo alto del castaño bajo el que se encontraba el protagonista, sujeto paciente de nuestro sesudo análisis. Su reacción final, como se ha dicho anteriormente, fue la de encogerse de hombros y hacer un gesto de petición de disculpas, como si el castañazo hubiera sido una penitencia impuesta para lavar algún pecadillo inconfesable.

Yo, imbuido en los protocolos científicos, seguí con la vista el devenir de la castaña que había rebotado sobre la testuz de la víctima y que había rodado como lo hace un objeto oblongo, de forma aparentemente errática, hasta detenerse a unos metros del sujeto zaherido. Este, dolorido y rencoroso, se dirigió hacia el fruto agresor que permanecía inerte en el suelo, cogiendo carrerilla con un trote cochinero, hasta propinarle un punterazo con la punta de unos zapatos castellanos granates de esos que llevan el empeine adornado por dos borlitas idénticas.

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La fuerza de la patada fue tal que la castaña salió disparada como una bala, con tan poca fortuna, que impactó en el ojo de un perro salchicha que paseaba con el trotecillo de mesa camilla tan característico de esa raza canina. El animal, sorprendido por el golpe, gritó con un aullido indescriptible, emprendiendo una carrera enloquecida, y arrancando del tirón la correa de la mano de la septuagenaria que paseaba al can, provocando la caída estrepitosa de su dueña.

Los allí presentes dividieron el objeto de su atención: unos al perro en fuga, otros a la abuela mientras aterrizaba sobre su brazo derecho perdiendo las gafas en la caída y desgranándose la pulsera de perlas Majórica sobre las baldosas del paseo, y unos terceros al autor de la patada a la castaña y culpable, al fin y a la postre, de aquella sucesión de acontecimientos concatenados.

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Yo, observador pertinaz y científico en ciernes, seguía concienzudamente la pista de la castaña que, con un rodar titubeante, fue a detenerse a los pies de un mozalbete con un tirachinas cuya horquilla era del tamaño de una Y, de tipo Arial, de cuerpo 124. El crío no pudo evitar coger aquel magnífico ejemplar de castaña, cargarlo en el trozo de cuero, tensar las gomas reforzadas de fonendoscopio, y disparar apuntando hacia el cielo con todas sus fuerzas.

En aquel momento, un policía municipal se afanaba en reanimar a la abuela, dándole unos cachetes en ambas mejillas mientras el otro elemento del binomio había salido corriendo tras el perro salchicha que, pese a ser paticorto, le llevaba sin exagerar más de 300 cuerpos de ventaja.

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La abuela gritaba el nombre de su Roco, entre sollozos. –Que me traigan a mi Roco. Mientras nuestra castaña alcanzaba el punto más elevado de la elipse que había dibujado el lanzamiento del mozalbete, y emprendía la vuelta a la superficie con las peores intenciones.

Atónito por el cariz que tomaban los acontecimientos, y viendo que la castaña podía provocar una cadena interminable de catástrofes urbanas, abandoné el papel de mero observador y me lancé desde el banco que ocupaba sobre el cochecito que llenaba un niño de cabeza insigne sobre la que se cernía aquel objeto diabólico a velocidad supersónica.

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Unos segundos antes del impacto, mi mano abierta apresó el proyectil, mientras yo caía a los pies de la madre de la criatura. Esta, al verme rodar a sus pies, e ignorante del peligro que había corrido su niño, la emprendió a paraguazos con mis costillas, confundiéndome con un agresor o con un pedófilo indocumentado. Tratando de huir del varapalo solté la castaña para incorporarme y esta fue deslizándose hasta posarse bajo el zapato de un concejal del Ayuntamiento que por allí pasaba, camino de una rueda de prensa…

Aclarar los términos del malentendido en la comisaría de Aguirrelanda me costó Dios y ayuda. Tras horas infructuosas de explicaciones ante el municipal de guardia que me miraba como las vacas al tren cuando le hablaba de Newton, de la navaja de O'ckham y del conocimiento empírico, caí en la cuenta de su supina ignorancia haciéndole una traducción rápida a su alcance –La Ley de Murphy, agente. Al fin, pareció entender mejor lo de la tostada que todas mis referencias previas a la ciencia.

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Y así es como descubrí la vida secreta de las castañas. Y cuando paseo por la Senda en otoño, desde entonces, me pongo un sombrero Panamá que tengo por casa y me meto dentro una tablilla por si las moscas. Que las castañas, como descubrí, las carga el diablo con vida propia.

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