La vacuna del paso atrás
¿Es blasfemia social hablar de ecologismo en tiempos del coronavirus? La normalidad a la que deseamos volver es la que elevará cuatro grados la temperatura de la tierra o amenaza con acabar con los bosques
Dos amigos de la universidad vivieron durante seis meses en un parking de Chamonix. Esquiaban las montañas y desayunaban cada mañana los desechos alimenticios de ... una panadería. Se metían por turnos en el contenedor y pescaban bolsas con cruasanes intactos, que habían sido horneados el día anterior, no se habían vendido, y ahora tenían el hojaldre demasiado seco para su consumo. Gracias a esta lujosa exclusión, la panadería conservaba la fidelidad de sus clientes y prosperaba. Nunca he vivido en la calle, ni he trabajado en la hostelería. Así que jamás he visto lo que desecha una panadería, o un restaurante, o una de esas saturadas cadenas de bocatería que sirven quinientos pedidos por día.
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La realidad es que en Occidente desechamos una cuarta parte de la comida. También lo hacemos con las prendas de ropa, o con los dispositivos electrónicos que aún son servibles. También vivimos en casas atestadas de cosas (un 500% más que hace cien años), la mitad de las cuales no volveremos a usar en la vida. Son casas con aislamientos deficientes por los que se escurren chorros de calefacción, la forma en que perdemos el 70% de la energía producida en el planeta.
Casi la mitad de nuestras emisiones se deben a lo resumido aquí. La otra mitad al negocio de los combustibles fósiles, que anualmente subvencionamos en Europa con unos dos billones de euros, una cantidad que casi serviría para una completa transición hacia las energías limpias, algo que es viable y que (para los más asustados de perder lo suyo) no exige al occidental adoptar el estilo de vida de los países pobres.
¿Es blasfemia social hablar de ecologismo en tiempos del coronavirus? ¿Es de rigor incidir ahora en otro mensaje verde más, cuando ya han fallecido trescientas mil personas en todo el mundo a causa de la pandemia? Hablamos del primer enemigo en occidente en décadas, la primera otredad que amenaza nuestra generación y que de pronto, como en tiempos de guerra y cuando nadie lo esperaba, ha unido a una sociedad atomizada, olvidada de lo que significaba sentirse unida. No es de justicia afirmar que la pandemia sea efecto de un planeta enfermo. Como tampoco lo es afirmar que un incendio forestal o un tsunami sean consecuencia directa de ello. También había pandemias y desastres naturales en 1980, cuando todavía sólo habíamos expulsado la mitad del CO2 de toda nuestra historia. Es decir: que en los últimos cuarenta años hemos aportado lo mismo que desde los tiempos del Australopithecus hasta la caída del muro de Berlín. Sí, esta es la gran obra de solo una generación. Y cada año vamos en aumento.
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Si seguimos así, en esta aparente y cómoda normalidad a la que en tiempos de confinamiento todos deseamos volver, en el año 2100 el planeta se habrá calentado entre tres y cuatro grados. No parece mucho, soportar cuatro grados de más. Pero con ellos perderemos los bosques tropicales, la cuenca del Mediterráneo se desertizará, ciudades como San Sebastián o Barcelona se inundarán, tendremos mosquitos con malaria y dengue volando por nuestras calles europeas, habrá plagas y escasez de agua, éxodos masivos y guerras. Seremos el doble de población y sólo la mitad de la Tierra permanecerá habitable. Batallas como la del coronavirus serán la rutina anual. Surgirán tantos frentes que atender que no sabremos ni por dónde nos sopla el viento.
Cojo mi cabeza y la hundo más en el fango. Qué inoportuno, qué agorero. Cada día, los dirigentes inician sus discursos expresando su pésame a los familiares de los fallecidos por coronavirus. Pero no hablan de los 7 millones que mueren cada año por respirar aire contaminado. Ni tampoco hablan de que la diferencia entre calentar el planeta 2 grados en lugar de 1,5 supondrá el perecimiento de 150 millones de personas (ya estamos próximos al 1,5). No pretendo jugar con los números, ni banalizar lo que significa cada una de estas trescientas mil muertes. Yo también conozco la muerte de cerca, en su más inesperada y dolorosa versión. Así que no ignoro ni subestimo el drama de cada fallecimiento.
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Ganaremos la batalla contra el virus. Sofocaremos esto que nos ocupa ahora la atención entera. Pero la guerra por la supervivencia continúa. La guerra está ahí, disfrazada de nuestra tan deseada normalidad. El enemigo somos nosotros, y nos estamos autodestruyendo lentamente entre sonrisas y besos. Hablamos de la vacuna del coronavirus pero no hablamos de la vacuna contra la guerra de la humanidad, porque esa vacuna somos nosotros mismos.
La verdadera razón de hundir mi cabeza en el fango es que de pronto he creído que somos capaces de cambiar. Es la paradójica maravilla de esta crisis. Ha concebido lo que consideraba imposible: que durante unos meses, por fin hayamos detenido la rueda humana. Que hayamos apartado nuestra veneración al progreso, al crecimiento económico, en favor de la vida y la salud de todos nosotros. Que hayamos logrado un retroceso impensable, un paso atrás, un detenerse en el infinito rendir y descansar para seguir rindiendo en el que estábamos inmersos.
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¿Son conscientes de lo que esto supone? Hemos demostrado que es posible, que somos capaces. Que podríamos hacerlo de nuevo, no para ganar una batalla, sino para encauzar la gran guerra de la humanidad. Por todo ello necesitaba hundir la cabeza en el fango y escribir esta carta.
Estimados gobiernos y grandes corporativas multinacionales:
Por favor, retrocedan de una vez y cambien de dirección. Tomen medidas de pandemia y díganlo ya: que en una fecha concreta y próxima, en octubre de 2027 por ejemplo, el mundo ya no desperdiciará comida ni ropa. Que el sector de la construcción reflotará sellando las fugas de todas las viviendas. Que no extraeremos ni un litro más de petróleo. Que en las gasolineras cargaremos las baterías de los coches. Que los yacimientos fósiles se desmantelarán en favor del variado surtido energético que está a la espera de ser explotado. Que no habrá 200.000 vuelos diarios, que no viajaremos a las Antípodas cada año para colorear nuestro Instagram. Que sí, que es cierto que durante un tiempo, antes de cogerle el pulso, no podremos producir de la misma forma. Pero piénsenlo, será una catarsis donde no cerrarán los comercios ni las pequeñas empresas. Donde podremos tomar una cerveza con los amigos o perdernos en una librería o ante una pantalla de cine. Donde podremos ver a nuestras familias siempre que queramos.
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Estimados gobiernos y grandes corporativas multinacionales:
Por favor, den un paso atrás. El mundo está esperando.
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