Tres entierros para un solo cadáver
En Vitoria, como en cualquier ciudad de provincias, la gente nace y muere con absoluta normalidad. Sin más aspavientos de los necesarios. Si has sido ... alcalde y falleces, te ponen una calle. Y si eres un afamado periodista y pasas a mejor vida, te puede ocurrir que le pongan tu nombre a una calle sin un solo portal ni número de finca, como le hicieron al pobre don Venancio del Val en un colosal ejercicio de cicatería institucional.
Aquí te mueres y ya está. Te dedican unas palabras desde un atril, en una iglesia o en un tanatorio, y eres noticia en tu barrio, en tu portal y entre tus allegados y amigos. Siempre hay alguien que te conoce por una u otra razón. La de la panadería, el frutero, el del estanco o el vendedor de la ONCE. Y, como resulta obvio, tu viuda se pone guapísima una vez superado el duelo.
Cuando alguien se salta el guión y altera la dinámica habitual de sosiego con que encaramos lo cotidiano, se suscita un estado de sorpresa y estupefacción entre la ciudadanía. Como cuando descubrieron el cuerpo yaciente de una mujer en su casa de Zabalgana, que había permanecido muerta durante varios años; o como cuando el cuerpo desmembrado de una vitoriana apareció en bolsas de basura junto a un contenedor, un crimen todavía sin resolver. Por lo demás, morir o nacer ha dejado de ser noticia, amén de ocupar un hueco en la sección de necrológicas, previo pago de la correspondiente tarifa, claro está.
Por eso llama poderosamente la atención, por la originalidad del caso, que desde el pasado 22 de enero descanse el cuerpo sin vida de un hombre de mediana edad en la morgue del Hospital Santiago. Esta circunstancia no tendría relevancia alguna si no fuera por el hecho de que, tras su fallecimiento, el finado ha venido en acreditar tres identidades diferentes. Sí, sí. Como lo oyen.
Hasta la fecha sólo había oído de alguien que fuera tres personas distintas -Padre, Hijo y Espíritu Santo-. Y no era otro que «un solo Dios verdadero», como bien recordaba el catecismo del padre Astete. Por eso, la presencia de este muerto «uno y trino» llamó poderosamente mi atención, tras leer en el diario la detallada crónica del reporter David González.
Al igual que un hombre con un reloj sabe la hora que es, pero uno con dos no está seguro, una persona con tres identidades despierta todo tipo de sospechas y especulaciones en cualquier mente tan poco habituada a sucesos misteriosos como la de cualquier vitoriano de a pie, exceptuando al ínclito Iker Jiménez, por supuesto.
Cuando llegó a Vitoria, nuestro personaje desconocido inició su relación con el entorno acudiendo a los servicios sociales del Ayuntamiento, así como al centro de salud de Osakidetza, ya que andaba ciertamente jodido de salud, y corto de efectivo. Para recabar ayuda económica y apoyo médico presentó unos papeles que acreditaban su filiación y su nacionalidad lituana. Por eso, cuando meses más tarde ingresó en el hospital, aún vivo, sufriendo los últimos zarpazos de una cirrosis hepática que acabaría con su vida, el paciente era lituano de la misma Lituania. Aunque sólo lo fuera hasta el mismo momento de su defunción. Me explico.
Cuando al fin el hígado dijo basta y nuestro hombre devolvió el alma a quien se la diera, comenzó a enredarse la madeja de las identidades, al aparecer entre sus ropas un nuevo pasaporte. En este documento figuraba la misma foto que en sus papeles lituanos, pero con un nombre diferente y otra nacionalidad. Entonces saltaron todas las alarmas. ¿A qué nombre respondía aquel cadáver? ¿Cuál era su procedencia? ¿Cuál su peripecia vital? ¿Qué le había traído a Vitoria?
Inmediatamente las autoridades médicas trataron de recabar información en las oficinas del Registro Civil, en el Palacio de Justicia, en busca de una respuesta, sin hallarla. A continuación, prosiguieron su búsqueda poniéndose en contacto con la Ertzaintza que, a renglón seguido, contactó con la Policía Nacional que, poco después, lo haría con la Interpol.
La investigación inicial arrojó los primeros resultados. Y resultó que las dos identidades acreditadas por nuestro cadáver eran falsas de toda falsedad, tanto la documentación lituana como la del pasaporte. Así que la Policía sigue indagando sobre quién era en realidad nuestro muerto anónimo, mientras el cadáver reposa en uno de los frigoríficos de la morgue del céntrico hospital vitoriano, ajeno ya al trajín que su fallecimiento ha traído aparejado.
Hasta ahora, las pesquisas policiales entre quienes lo conocieron y trataron parecen apuntar en la dirección de que el muerto bien pudiera haber hecho gala de su presunto origen ucraniano. Aunque, en verdad, un halo de misterio envuelve todo lo que rodea a nuestro muerto con tres identidades. Dos falsas por conocidas, y una verdadera por conocer.
¿Un antiguo espía del KGB -hoy FSB- huyendo de una muerte segura? ¿Un delincuente escapando de un pasado turbio e inconfesable? No me digan que no da para una novela de misterio.
«Cuando salía por la puerta lateral de aquel gigantesco edificio de fachada amarilla en la Plaza Lubianka de Moscú, Yuri no sospechaba que seis meses después estaría en la morgue del hospital de una ciudad vasca de la que, hasta el momento, jamás había oído hablar en su vida. En el bolsillo de su abrigo, dos pasaportes falsos y apenas unos miles de rublos. Había decidido huir y ya no había marcha atrás».
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