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El tonto y la Cruz de Olárizu

Se non è vero... ·

Domingo, 2 de septiembre 2018, 01:41

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Era un tonto campana, tan, tan, tan… tonto. No cabía en sí de tonto y cada hora, con idéntica exactitud a la del reloj de la iglesia de su pueblo, decía una nueva tontería. Hasta el punto en que uno podía saber la hora que era por el número de chorradas que contaba.

Era como la maquinaria de precisión de un reloj suizo, y acudía a la cita con sus oyentes a la plaza del pueblo con una puntualidad digna de mejor causa. Inasequible al desaliento.

Hasta que un buen día -nadie conoce la causa a ciencia cierta-, entró en una crisis que le llevó al desaliento y la desesperanza más profundos. Y como si hubiera vertido toda la energía almacenada en su interior a lo largo de las miles de estupideces que fuera profiriendo diariamente, exhaló su última gracia y dejó de hablar.

Nadie en el pueblo sabía si fuera peor el remedio o la enfermedad, pues a todos aturdía el hecho de que aquel torrente de comentarios, ripios y chistes de toda índole hubiera secado su cauce de un modo tan súbito. Floren se agostó. Y por mucho empeño que pusieron los convecinos, por mucha carnada que le lanzaran invitándole a terciar en esta u otra conversación en la barra del bar, dejó repentinamente de articular palabra alguna.

Y pasó de tonto a mudo, de protagonista de diarreas dialécticas a dueño del más profundo estreñimiento verbal. Y las horas que antes dedicara a alterar la paz con sus procacidades, a llenar el silencio de eructos verbales, las dedicaba ahora a la lectura de todo lo que caía en sus manos, bien fueran prospectos de medicinas, bien etiquetas de camisas, bien textos religiosos. Como si hubiera encontrado en las letras el modo de rellenar el vacío que anidaba en su interior, tras haber abierto de par en par las espuertas de su inagotable capacidad discursiva durante los últimos diez años, tras su vuelta al pueblo al finalizar su singladura universitaria.

A la década dedicada a la bufonada, a la respuesta no solicitada, al refrán oportunista, siguieron diez años de recogimiento inédito para quien sólo había entendido el silencio hasta entonces como una invitación a hablar. En un principio se creyó que la práctica del silencio estaría enmarcada dentro de lo que en la célebre Regla, San Benito llamara «conversio morum suorum». Pero consultado el cura, este vino en aclarar que el silencio era autoimpuesto y nada tenía que ver con penitencia alguna. Que no había castigo suficiente para purgar los pecados acreditados por aquel charlatán irredento.

Por eso, aquella tarde de agosto, cuando Floren volvió a pronunciar unas palabras en la plaza del pueblo, frente al pórtico de la iglesia, tras el mutismo voluntario que durara dos quinquenios, doña Petra se cayó de culo y a punto estuvo de desnucarse, tras tirar toda la vajilla que había sobre la mesa de la terraza del bar de la Junta Administrativa. Tal fue el impacto que causaron aquellas solemnes palabras saliendo de su boca: «Me cagüen hasta en lo más barrido».

Apoyado en el plátano de indias que daba la mejor sombra del pueblo, Floren leía el periódico con la contumacia con que lo hacía últimamente, en un discreto segundo plano, cuando se topó con la noticia que lo sacaría definitivamente del autismo ominoso al que se condenara por decisión propia.

Y tras los centenares de libros embutidos con calzador en su escueta cabeza durante tres mil seiscientos cincuenta días, decidió forzar su laringe, tensar las cuerdas vocales y articular aquel juramento tras enterarse de que iban a exhumar los restos de Franco del Valle de los Caídos y que, por el mismo precio, en un alarde de emulación por ósmosis, alguien solicitaba dinamitar la cruz que se alzara allí a lo lejos, sobre el cerro de Olárizu.

Floren se sintió impelido por una fuerza descomunal, sintiéndose una unidad de destino en lo universal. Y como un coloso, se dispuso a organizar la pirotecnia para pasar a la historia como el barrenero de Hegoalde. Se pertrechó de los explosivos que encontrara hace años abandonados en la vieja cantera, de un pico y una pala, y subió la cuesta del cerro aprovechando la noche y la luna menguante.

Nadie sabe la razón ni las razones que llevaron a nuestro héroe y mártir a perpetrar semejante despropósito. El caso es que antes de la deflagración se oyeron unas voces en la cima. Unos dicen que sonó algo así como «¡Allahu Akbar!», achacándolo a una radicalización de última hora.

Quienes conocían a Floren, en cambio, saben que su grito fue más prosaico -«¡iros a cagar!»- y que la inmolación no fue sino causa de la torpeza en el manejo de explosivos. Con él perecieron una familia de codornices, un corzo y un par de jabatos que paseaban hozando en busca de gusanos.

Aquel tonto campana, tan, tan, tan tonto, había decidido dar su última campanada. Mientras, la Cruz de Olárizu seguía incólume, esperando a los romeros de septiembre y, con ellos, a los munícipes en alegre biribilketa.

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