Supermán, Goofy y el Oso Yogui
Se non è vero... ·
Abrí la puerta, todavía somnoliento y, ¿a qué no aciertan a adivinar quién estaba en el quicio de la puerta?Me llamó la atención ver a aquel tipo tan pintón disfrazado de Supermán plantado frente al número siete de mi calle, aquel lunes a las ... seis de la tarde. No miento si les aseguro que el traje elástico azul le quedaba impecable, dibujando un cuerpo perfectamente musculado, con el pentágono invertido sobre el pecho y la gran S inconfundible de color rojo en su interior. El pelo engominado y brillante aparecía hendido por una raya dibujada con determinación geométrica sobre el lado izquierdo de la cabeza.
Hay que reconocer que el slip sobre el elástico realzaba su silueta varonil con solvencia a la par que con discreción. Imaginé lo mismo que cualquiera de ustedes. Que en aquel portal de mi calle se estaba celebrando alguna despedida de soltera y que habían contratado a aquel stripper para hacer las delicias de una desaforada cuadrilla de talluditas.
Seguí caminando hacia mi casa cuando, sin haberme repuesto de la imagen del súper héroe del planeta Krypton, reparé en la presencia de Goofy en el portal situado inmediatamente antes del mío. Aquel tipo se había esmerado. Llevaba los zapatones marrones del archifamoso perro de Disney, sus inconfundibles guantes blancos, pantalón azul, el jersey de tono salmón y el chalequillo negro desabrochado. El gracioso gorrito verde, con una franja horizontal de color negro, coronaba su cabeza a modo de barretina.
En el momento en que llegué a mi portal, mientras aún seguía sin dar crédito a lo que había visto más atrás, allí, tras la columna de la jardinera, un fulano disfrazado de Oso Yogui aporreaba el botón del quinto izquierda con insistencia.
Ante mis mismísimas narices, se encontraba el auténtico y único oso robaemparedados del parque de Yellowstone, con su corbata verde ridículamente corta y su sombrero de ala mínima a juego. Sin Bubu, eso es cierto, pero con el mismo aspecto bonachón del plantígrado de la factoría de Hanna Barbera.
Aquellos tres personajes, a un tiempo, traspasaron las respectivas puertas de los tres portales sucesivos para desaparecer en el interior de las viviendas. Yogui, acompañado por un servidor. Los otros dos, solos.
Aturdido por la casualidad de aquel encuentro vespertino, mi cerebro ya de por sí calenturiento se disparó como un resorte e imaginé el jolgorio que causarían en sus respectivas fiestas aquellos personajes míticos que -¡oh casualidad cósmica!- se habían dado cita en la misma calle y a la misma hora en el vitoriano barrio de San Martín.
Mientras barruntaba algún pensamiento al respecto de la coincidencia y abría la puerta de casa, sentí cómo iba orquestándose un ruido ambiental, como de voces airadas y poco amistosas, que me llevaron a otear el panorama desde el ventanal de la cocina, en busca del origen de aquellos gritos. Entonces pude observar cómo se abría una ventana del tercer piso de uno de los inmuebles cercanos, desde donde comenzaron a escucharse unas voces a un volumen absolutamente inadecuado para barrio tan reposado.
Una vecina se asomó a la repisa de la ventana, semioculta entre unas macetas de geranios, emprendiéndola a improperios contra un enemigo inopinado. Un Goofy diferente al que había penetrado en la comunidad salía del portal con andar relajado. La cabeza de perro del disfraz colgaba descuidada de la mano derecha del sujeto, mientras la vecina le llamaba de todo menos guapo.
- No hay derecho. Esto es abusar de la gente. Vergüenza os tenía que dar. Canallas. Esto no va a quedar así.
En aquel mismo instante, como si se tratara de un bucle espacio temporal, se repetía la imagen unas decenas de metros más allá. Supermán, con la capa remangada, salía entre insultos del portal en el que lo viera apenas unos minutos antes, mientras desde la ventana del quinto alguien arrojaba un cubo de agua entre gritos de indignación que no repetiré por prudencia.
Los dos personajes se juntaron en la calle y aguardaron a que llegara el tercero que, de un salto, franqueó los cuatro escalones de la entrada. Al punto, un coche de la Policía Municipal aparecía de repente, paraba unos segundos y procedía a recogerlos. Aquella procesión de mascotas, héroe, perro y oso, desaparecía en su interior con ademanes de satisfacción.
Valiéndose de su pericia, acababan de notificar a tres vecinos, ex aequo, su nombramiento como miembros de mesa electoral para las próximas elecciones generales del 28 de abril, burlando la vigilancia del vídeo portero con sus disfraces. Se habían granjeado una merecida fama por su determinación en el cumplimiento del servicio, hecho por el que serían condecorados más adelante para honra del cuerpo.
Me senté en mi butaca de orejas, aún en shock, y me puse a imaginar cómo reaccionaría alguien de aquellos luchadores que se fajaron por la democracia en España contra Franco, al precio que costó la recuperación de las libertades, ante el hecho de que no hubiera gente suficiente para componer las mesas electorales, cuarenta años después. Pensaría, a buen seguro, que se trataba de una broma pesada o de una pesadilla.
Pesadilla, por cierto, como la que acabo de referirles, que me sobrevino durante una siesta, tras una alubiada con sacramentos el pasado fin de semana. Cuando por fin desperté sobresaltado y mi mujer me preguntó qué me ocurría, preferí omitir los detalles de los policías disfrazados de mi sueño. Me incorporé y, cuando iba camino del frigorífico, sonó el timbre. Abrí la puerta sin pensar, todavía somnoliento y... ¿a que no aciertan a adivinar quién estaba en el quicio de la puerta?
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