Los funcionarios duermen mal. FOTOLIA

El sueño del funcionario

SE NON E VERO... ·

Domingo, 27 de febrero 2022, 02:20

Después de acodarme en la barra del bar, y tras pedir un vino de Ábalos que me recomendó el tasquero con acierto, reparé en que ... el horno no estaba para bollos. Un sexto sentido me llevó a percibir que algo flotaba en el ambiente que hacía más espeso el aire que se respiraba en el establecimiento.

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Un fulano, situado al final del bar, sostenía un ejemplar del periódico del día y leía en alto los detalles de una noticia, intercalando un inagotable repertorio de juramentos y apelaciones a los santos apóstoles a cada pausa respiratoria. Y como si recitara la Letanía que pone fin al santísimo Rosario y precede a la no menos santa misa, la variopinta clientela coreaba al espontáneo locutor con un particular e irónico «ora pro nobis».

Sintonicé mi oreja izquierda hacia el busto parlante que asomaba tras las hojas del diario abiertas de par en par y enseguida colegí que se trataba de la noticia que horas antes había leído en El Correo. En ella, la periodista Rosa Cancho daba cuenta de un estudio internacional sobre el sueño en el que participaban a modo de voluntarios un buen puñado de funcionarios -más de 200- del Ayuntamiento de la muy noble y muy leal capital vitoriana.

Según declaraciones del experto neumólogo que pilota el estudio -leía el rapsoda a voz en cuello con un deje de recochineo-, el 57 por ciento de los funcionarios de la plantilla municipal duermen menos de siete horas al día y ni sus cuerpos ni sus mentes descansan como debieran. En palabras del versado especialista -y cito entre comillas, remataba con sorna nuestro narrador- «se encuentran fuera de la ventana terapéutica del sueño». -«Ora pro nobis», respondía a una la concurrida asistencia levantando los chatos de vino a cada nueva contestación, a modo de responso.

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La alteración del orden había comenzado a cuenta de un titular que abría la información periodística y que subrayaba que el sesenta por ciento de los funcionarios del Ayuntamiento de Vitoria dormía mal, y que además no lo suficiente, a saber, menos de siete horas.

La información daba cuenta de una pulsera que los funcionarios municipales objeto de estudio debían llevar en su muñeca para transmitir los datos a un ordenador central a modo de chivato electrónico. A renglón seguido, aquello propició todo tipo de ocurrencias y chanzas entre la audiencia. Hubo propuestas como en las mociones del Pleno en la Casa Consistorial sobre si no era mejor que les pusieran la pulsera en horas de trabajo, por si así detectaban si el funcionario se quedaba sopa durante la jornada laboral y era esa la causa que le impedía conciliar el sueño por las noches: -Que dormir sin necesidad es necedad, argumentaba un jubilado con maneras de poeta aficionado y dado a versificar.

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Algún currela de Mercedes, asiduo del poteo vespertino, apuntó que para dormir bien hay que acostarse cansado; y que visto el sinvivir del funcionariado, proponía el intercambio de turnos entre los operarios de Mercedes y los empleados del Consistorio. Y que él, personalmente, les cedía gustosamente su puesto en la cadena de montaje para ver si así caían rendidos en la cama de igual modo que caía él después de cada jornada. -Es tumbarme y perder el conocimiento, apuntaba. Que me cisco yo en el cansancio psicológico.

-Ahora entiendo el modo en que me tratan cada vez que voy a hacer una gestión a la ventanilla, certificaba otro. Que encima de ir a pagar una multa tienes que aguantar el rictus de reprensión añadido. Si llego a saber que la actitud era por lo mal que duermen, y que llegaban a fichar con cuerpo de siesta porque dan muchas vueltas en la cama, pues hubiera susurrado para no molestar.

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-Y por qué no nos ponen a nosotros los autónomos la prueba esa, que además del curro, de no coger una baja por la cuanta que nos trae, y de estar acribillados por Hacienda tenemos la incertidumbre de no llegar a fin de mes, inquiría el de la ferretería. Que eso sí que quita el sueño, y hasta la gana de comer. -O a los hosteleros, decía un camarero mosqueado con la pandemia, con la mascarilla cubriéndole la papada.

-O a los jubilados, que andamos agobiados repartiendo la pensión con el hijo en paro o con las clases particulares y gastos extra de los nietos, protestaba un septuagenario. Y además con la próstata y los gastos del dentista y los audífonos. Y no sigo que me conozco y la lío parda, como en Belchite. Que no tienen vergüenza, oiga.

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Hasta ahí podíamos llegar. Aquella fue la gota que colmó el vaso. Di un manotazo en la barra y con los mejores argumentos dialécticos de que disponía tomé la palabra para indicar que ya valía de faltar el respeto al funcionariado. Que yo también era empleado público. Les hablé de la responsabilidad, del servicio a la ciudadanía, de nuestra pasión por lo público, de nuestro compromiso personal desde el minuto uno.

Al tiempo que hablaba, miraba de reojo para observar la reacción de los clientes que abarrotaban el bar y ver cómo estaba el patio. Y como el personal ya no lleva la mascarilla, podía observar sus gestos de afirmación a cada uno de mis comentarios. Además, pude reconocer a varios funcionarios conocidos que, lejos de manifestar su apoyo, rehuían la mirada como si aquello no fuera con ellos.

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Así que mi perorata fue creciendo en volumen y en severidad de juicio hasta que, en un chasquido de dedos, todo el castillo verbal que iba edificando se desplomó tras cinco minutos de homilía reivindicativa sobre la gran labor del funcionariado.

El camarero que reinaba tras la barra, sin esperar a que yo callara, preguntó a voz en cuello a la concurrencia: -¿Muerte o molongo? -Molongo, gritó a una sola voz toda la parroquia. Y me echaron mano entre seis mocetones que había a mi espalda sin darme yo cuenta, y comenzaron a mantearme arriba y abajo entre carcajadas y jerigonzas de la congregación de chiquiteros que con una onomatopeya festiva «eeeeeeeeeeop» acompañaban cada alzamiento para divertimento del respetable.

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Tras molerme y remolerme las costillas con cada lanzamiento, exhausto y mareado, me depositaron con todo cuidado al pie de unos contenedores de materia orgánica que había en la acera, frente a la puerta del establecimiento, con lo que me congratuló pensar que aquellos desalmados, pese a no tener en estima al funcionariado, eran unos vitorianos muy concienciados y solidarios con el reciclaje.

Con un respingo que debió escucharse en toda la comunidad de vecinos me desperté sofocado con mi mujer dándome cachetadas en las mejillas para que volviera en mí y también, o eso supuse, para devolverme alguna deuda que ella estimara pendiente. Cuando recuperé la consciencia, o la exigua parte de ella que todavía anidaba en mí, caí en la cuenta de que todo había sido una pesadilla. Entonces reparé en que tenía la pulsera del estudio del sueño puesta en mi muñeca izquierda y me dije: - «Va a ser cierto lo mal que dormimos los funcionarios. Mañana me cojo un moscoso».

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