Más psiquiatras y menos gimnastas, por compasión
Estos días, más de 600 expertos en salud mental se reúnen en Vitoria, en la vigésimo séptima edición del Curso Nacional de Actualización en Psiquiatría, ... bajo la batuta de Miguel Gutiérrez, catedrático en Psiquiatría de la Universidad del País Vasco, y de Edorta Elizagárate, jefe de Servicio de Psiquiatría de la Red de Salud Mental de Álava.
Sin rubor, estoy convencido de que habría que poner a ambos en nómina vitalicia, con contrato permanente revisable -como las condenas del código penal-, para que se ocupen de aliviar los males del espíritu que nos aquejan, como sociedad resultante de la suma de complejos y de complejidades de todo tipo y condición.
Creo que nuestras sociedades tienen demasiados profetas y, en cambio, andan ayunas de gente que, como nuestros psiquiatras de cabecera, sean capaces de leer el alma, para aliviar y remendar los desgarrones que vamos acreditando, y podamos así dejar de vagabundear y dar palos de ciego.
No sé si son los años, que van ablandándole a uno, o es la ternura que se nos asoma por las costuras, al tiempo que nos vamos haciendo viejos. Pero aún a mis años, bien entrado en la cincuentena, continúo leyendo noticias en el diario que siguen impactándome y que demuestran, una vez más, que hay cosas que no cambian y en las que no nos vendría nada mal el consejo de un psiquiatra.
Leí hace cuatro días que en Alicante un fulano la había liado parda queriendo vengarse de su ex novia, echando mano de la nigromancia. Que mira que han hecho daño Harry Potter y Albus Dumbledore.
Resulta que este mequetrefe realizó un conjuro para arruinar la vida de su ex pareja, de su ex suegra y de todo maría santísima. Y, pronto y bien mandado, rellenó una piña con clavos, alfileres, posos de café, uvas, dos papeles con el nombre de la ex y el de su suegra rodeado de dibujos de calaveras, y semillas de color negro «abrus pecatorius», que dicen que van bien para males de amores.
Y tal y como recomendaba el manual de mago por correspondencia del que se había pertrechado, depositó aquel potingue sobre las vías del tren en Alicante. Para qué les voy a contar. El caso es que aquel engendro provocó las sospechas y posterior denuncia de un vecino que confundió al despechado aprendiz de mago con un terrorista. No les digo más que acabaron llamando a los Tedax, cortando el tráfico ferroviario y organizando la de dios es cristo.
El único efecto de aquel conjuro de amor fue que el interfecto dio con sus huesos en el calabozo. En vez de un conjuro, todos hubieran ganado en sosiego si nuestro nigromante de pacotilla hubiera llamado al psiquiatra. Se hubiera librado de dormir tras los barrotes, y de haber provocado una alerta antiterrorista, sin pretenderlo, con su vudú en versión cutre y tropical.
Pese a todo, debemos reconocer que los males de amor, cómo no, han condicionado el mundo desde su nacimiento. Desde los cuentos orientales que dieron para mil y una noches, hasta los líos causados por un 'braguetafácil' como el troyano Paris, metiéndose bajo las faldas de Helena, señora de Menelao, rey de Esparta. Que hace falta ser gilipollas, conociendo el paño, para levantarle la mujer a un espartano y no imaginar que tarde o temprano te rebanaría el pescuezo. Líos de faldas, equívocos y pociones de amor que provocaron encuentros y desencuentros felices y fatales en las historias que trazaron los clásicos en sus obras inmortales.
Hoy, en que las redes han sustituido a la barra de un bar para trenzar relaciones, ya no se ama, que es de poetas, sino que más bien se folla, que es de gimnastas. Pareciera que el mundo ha dado un triple salto mortal y medio y que las relaciones, tal y como las conocimos los que somos hijos del boom de natalidad de los sesenta, han dejado de existir.
No se equivoquen. No estoy juzgando nada, sino constatando el hecho de que todo lo que era sólido y central se ha tornado líquido y tangencial. Se ha perdido la magia por una razón muy obvia: el camino ha dejado de importar; sólo el destino es relevante.
Hace tiempo aprendimos que lo mejor de las experiencias vitales, como la de recorrer el Camino de Santiago, no reside en llegar a Santiago de Compostela como si estuvieras participando en una carrera. Sino en saborear cada kilómetro, cada paisaje, cada conversación con aquellos compañeros accidentales que pasaron por tu lado y con los que caminaste apenas unas horas.
Algo así es la vida y algo así debe ser el amor, como para pretender convertir la existencia en una mera competición en la que uno no repara en tretas, doping y trapacerías para saltarse los prolegómenos y obtener un lugar en el podio, confundiendo la disciplina de la gimnasia con el arte de amar.
Quizás fuera ya hora de que Miguel Gutiérrez y Edorta Elizagarate fueran pergeñando un croquis en sus congresos, para ver si somos capaces de ir encajando las piezas de este puzle, que es la vida, y del que hace tanto perdimos el libro de instrucciones. ¿O acaso venía sin ellas? De eso hace tanto que ya no lo recuerdo.
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