el placer de tundir una almohada
Se non è vero... ·
Disculpen que me tome la confianza de iniciar estas líneas con una confesión, pero no puedo evitarlo: me encanta tundir la almohada. Me gusta además el propio verbo, su sonoridad, su rotundidad y su caída en desuso también. Me encantan las palabras evocadoras. Y tundir lo es, sin duda.
No tiene el regusto de derrota que subyace bajo el verbo hundir, ni el sabor metálico de disolverse en otro que se intuye tras el verbo fundir. Pero tundir me sabe al placer de ahuecar una almohada, al recuerdo de los azotes de la infancia, a las tundas de la adolescencia.
Hoy, añoro durante días ese momento en el que, frente a mi esposa, uno a cada lado, hacemos la cama a cuatro manos los fines de semana, después de haberla deshecho tras descansar o guerrear plácidamente sobre ella.
Tras estirar las sábanas y recolocar el nórdico o la colcha, tundo la almohada a azote limpio, como quien golpea la masa de una hogaza antes de hornearla, o como quien desapelmaza el espíritu, desperezándolo a golpes suaves y tiernos, como si se tratara de un intercambio de cachetes consentidos durante el juego erótico y perezoso de una siesta de verano.
Y, tratando de pasar desapercibido para que no se dé cuenta, observo el modo en que ella tunde a su vez su almohada con mano firme, mucho más segura que la mía, habituada como está a esta práctica cotidiana. Y vienen a mi mente los recuerdos de su mano dando un suave cachete a las hijas, cuando niñas, desobedientes por su propia condición, rehuyendo comer una cucharada más de su plato.
Como muchos de nosotros recordamos, al menos antes de que hubiera 'millennials', en nuestros años mozos nunca fue igual que te tundiera tu madre a que lo hiciera tu padre. O al menos no lo era cuando yo recibía la tunda, tras haberme hecho acreedor a ella con sobrados motivos de los que es mejor no entrar en detalles.
Tu madre te daba azotes o, a lo sumo, se armaba de una zapatilla de esas de andar por casa y te ponía el culo caliente. Los golpes picaban más en tu amor propio que en tu trasero. Y seguramente ella sufría más que tú mismo a cada impacto aunque no lo supieras en esos momentos de rebeldía lampiña.
Pero, ay caray, cuando la gestión pasaba de la madre diputación al padre ayuntamiento. Con tu viejo, bromas las justas. Cuando rebasabas el límite permitido, que por hacer honor a la verdad era bastante generoso, quien atajaba tus desmanes era el cabeza de familia.
Recuerdo cómo se cortaba el ambiente durante las tensas esperas, aguardando el chaparrón por venir. Cuando éste caía por fin, el cielo se abría y temblaba el misterio. O eso nos parecía hace tanto tiempo, cuando lidiábamos la adolescencia entre tundas, vergüenzas y amores platónicos.
Hubo incautos que pensaron que lo mejor para coger tablas era irse a una carpintería, mientras los demás fuimos cogiéndolas a tropezón limpio, andando y desandando caminos con desenvoltura, sin ser muy conscientes de que estábamos sentando los cimientos de nuestras habituales ruinas particulares y de nuestros escasos éxitos venideros.
Dice el refrán de cazadores que por San Antón, busca la perdiz al perdigón. Del mismo modo, fuimos poniéndonos a tiro de todas las perdigonadas con que nos regalaba la vida. Porque entrar en la vida viene a ser como entrar en la cárcel. Si das un mal paso, la ignorancia no te exime de que te tundan a las primeras de cambio.
Y al igual que el farol cubierto por la enredadera duda por un momento si es enredadera o farol, aquel niño que fuiste duda si es el hombre que ve cada mañana reflejado en el espejo.
Sigo amando el hecho de tundir la almohada, como les dije al principio; como quien pretende sacarle las malas ideas con que pueda haberse contagiado por sostener tu cabeza sobre ella toda la noche; como si las pesadillas quisieran quedarse por entre sus pliegues y hubiera que hacerlas salir a golpes para que no perturben tus sueños por venir.
Pero volviendo de mi corazón a mis asuntos, me apuntan que quizá fuera hora de tundir algún que otro garbanzo negro que habita en la administración, convirtiendo el agua en vino a cuenta de modificar algún que otro 'detalle' según denuncian los arquitectos vitorianos.
Yo no soy partidario de tundir empleados aviesos, pese a que merecieren una severa amonestación, pero tampoco de que se confundan las normas con el chicle en función de quien haya de masticarlo. Pero esta es otra historia para expertos en filigranas. Y no es cuestión de meterse en líos. A tundir almohadas, pues.