Nunca hables con extraños
Leía la crónica del preso nonagenario fallecido hace unos días, cuando otro parroquiano del bar me soltó: «Era compañero. Le vamos a echar de menos»
Nunca he sido amigo de dar conversación a alguien acodado en un bar. Siguiendo esa pauta, aquella tarde me fui hasta el final de la ... barra con el periódico en la mano y me pedí una caña, porque aunque parezca mentira, en ese bar de la calle Bustinzuri del barrio de San Martín da gusto ver a Juan tirar la cerveza. No hace falta decir nada. Sabe lo que se trae entre manos. Salvo cuando juega al mus.
Cuando volví del baño al encuentro de aquella cerveza, un fulano ensimismado se había sentado junto a mi banqueta. Demasiado cerca para mi gusto, pensé en aquel momento, recordando el consejo materno de no hablar con extraños. Su cara me sonaba de algo aunque fui incapaz de centrar la neurona que controlaba aquel recuerdo.
Me dispuse a abrir el periódico y antes de acabar de leer la crónica sobre Gerardo, un preso nonagenario que acababa de morir en una residencia tras salir en libertad provisional de la cárcel de Zaballa, escuché que mi vecino de barra exclamaba apenas con un susurro: «Era compañero. A Gerardo, me refiero. Le vamos a echar de menos».
Giré mi cabeza hacia él y no pude evitar quedar hipnotizado por las arrugas que recorrían aquel rostro de una edad indefinible. Más que arrugas parecían hendiduras talladas en madera por el buril de un artesano. En mitad de la barbilla aparecía un hoyuelo que le daba un aire de tipo resuelto y curtido, pese a que sus ojos desmentían a su mentón, con una mirada que resultaba una puerta abierta que invitaba a pasar y compartir.
Lo primero que me dijo, respondiendo a mis temores, es que no tenía un duro. Y que si le invitaba a una cerveza me contaría su historia. Estaba de permiso de fin de semana en el penal y me pagó con creces la primera cerveza y las demás que siguieron a esta, una vez metido en harina.
Recuerdo partes deslavazadas de la conversación. Había sido profesor de filosofía del instituto, me confesó, hacía más de treinta años y había dado con sus huesos en la cárcel hace más de quince, aunque no reveló cuál había sido la causa y yo no me empeñé en conocerla por respeto a su discreción.
Me hizo gracia cómo pasaba de lo particular a lo general, como si aquella charla se iniciara con la levedad de quien está acostumbrado a contar historias. Si no sabes lo que es fregar los cacharros -me dijo-, lavarte la ropa, ordenarte el armario o plancharte las camisas no tienes ni puñetera idea de cómo conducirte en la vida, porque para vivir hay que saber gestionar tu propia suciedad, del mismo modo que recoges la mierda del perro con esas bolsitas verdes cuando sales de paseo con él dos veces al día. Vivir mancha, chaval, recuerdo que repetía. Ahora lo llaman huella ecológica, pero yo lo llamo huella ontológica, porque nuestras voces ensucian el silencio y lo llenan todo de un ruido insoportable, me reveló.
Si no has enterrado a un amigo, reñido a un hijo, llorado la pérdida de tus padres o de algún ser querido, me advertía, no acabas de saber la diferencia entre el valor y el precio de las cosas, ni lo que cuestan las ausencias. Hablaba de corrido, sin esperar una respuesta por mi parte. Y saltaba de un tema a otro como si hubiera abierto una represa largo tiempo cerrada y necesitara verterse, entre cerveza y cerveza, con aquel desconocido pagafantas.
Si no eres capaz de saber si alguien tiene fiebre a no ser que dispongas de un termómetro, y no eres capaz de intuirlo apenas poniendo la palma de tu mano sobre su frente, necesitas mejorar tu sensibilidad para con todos aquellos a quienes dices que amas. La piel resulta ser el mejor camino para llegar al alma de la gente, me dijo palmeando mi mano con una sutileza inimaginable en aquel desconocido.
Si no eres consciente de que cuando sonríes se ilumina el mundo, y vas por la vida como estreñido y refunfuñando por cualquier contratiempo irrelevante que elevas a categoría, te estás perdiendo todo aquello que merece la pena, me aleccionaba, al privarle a tu universo particular de la luz que emitirías entre tus seres queridos si no fueras tan obtuso.
Si te quejas del calor abrumador de estos días, y te quejas también del frío del invierno y de la lluvia del otoño, porque no hay temperatura ni clima que te sea propicio ni que te parezca bien, es que no sabes lo que vale un peine. Y el día que te enteres va a ser tarde, me temo, sentenciaba.
Si eres de los que crees que no hay nada que hacer, que está todo el pescado vendido, y no te sientes incumbido por el tiempo que te ha tocado vivir porque te sientes inerme e impotente, debieras preguntarte qué pintas en medio de todo esto y qué sentido tiene tu existencia.
Si piensas que eres tan original que nadie te entiende, que eres un incomprendido, que estás por encima del bien y del mal y que tu reino no es de este mundo, tienes un ataque de caspa que no hay champú que cure. Sólo sanarás con un ejercicio de solidaridad, dándote una inmersión de sufrimiento, pero del de verdad, no del que se alivia con un paracetamol. Deja de lloriquear y vete al Congo de voluntario, o a Lesbos, membrillo, y así te enterarás lo que duele la vida, zanjó con rotundidad.
Si pasas de la política porque eres un espíritu puro, demasiado elevado para remangarte y pringarte, si te dan asco los viejos, si no soportas a los niños y las mujeres te parecen indescifrables, no te pares a pensar mucho porque el problema entonces va instalado en tus zapatos.
-Gracias por regalarme la compañía y la última cerveza, chaval. ¡Brindo por la memoria de Gerardo!, -levantó la copa a modo de despedida-, porque murió solo como un perro y con más de noventa años, sin consuelo de nadie y sin una mano que le ayudara a pasar el trago, cuando te falta el aire y empiezas a palmarla en esa asfixia eterna de apenas un minuto.
Y todas estas y otras muchas cosas me contó aquel preso ilustrado, sin levantar el tono un ápice, y sin pretender resultar pesado, por el mísero precio de cuatro cañas bien tiradas. Y pensé que hay cursos de verano menos instructivos que aquel rato y aquellas cañas en recuerdo de Gerardo, el nonagenario muerto 11 días después de estrenada la libertad condicional.
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