¡Mascarilla, mascarilla, mascarilla!

Se non e vero... ·

Desde que Sánchez anunció el fin del tapabocas no estoy cómodo. Voy en bici y me parece estar en una playa nudista

Domingo, 18 de julio 2021, 04:23

Ahora que nos habíamos acostumbrado a la mascarilla van y nos la quitan de un plumazo y estamos con un mosqueo morrocotudo que no acabamos ... de encontrarnos cómodos. Y, como el niño al que le han quitado el móvil a mitad de una de vídeos de TikTok, no resulta extraño que haya resistencias supinas y monumentales cabreos por desprenderse del tapabocas.

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Nuestro lehendakari es un buen ejemplo a la hora de demandar protección nasobucal para combatir las nuevas variantes del virus. El otro día, sin ir más lejos, salió de la reunión esa en la que fijan las restricciones en Lakua y señaló la receta para contener la quinta ola de la epidemia: «Mascarilla, mascarilla, mascarilla». Y es que hay que entenderle al pobre Iñigo, porque después de verle la cara que se le ha quedado a Jonan Fernández en el LABI con tanto disgusto, como cerúlea, es como para reivindicar el uso de la careta por tiempo indefinido para evitarse sustos innecesarios.

'Suum cuique'. A cada uno lo suyo. Urkullu es de los que con mascarilla mejoran, porque su cara no resulta por lo general un dechado de expresividad, y tapadico el hombre gana mucho. Así, cada cual puede imaginárselo como le apetezca en función de sus querencias políticas o gustativas -con sonrisa profidén, con la lengua haciendo pedorretas, con gesto adusto-, y le pone con la imaginación la cara que quiera, como si eligiera emoticono para un mensaje de guasap. En cambio sin mascarilla se jodió el misterio y por más que nos esforcemos resulta que siempre usa el mismo emoji, esté triste, contento o cabreado; ese icono que tiene carita de compungido, como si tuviera problemas de tracto intestinal mientras les pide a los alcaldes que persigan el botellón con pistolas de agua.

Ahora, tras el deshabillé del rostro, han aparecido de repente unas caras de color verdoso que asustan al más pintado; como si el musgo estuviera a punto de asomar por entre los poros y las patas de gallo. Si además le sumamos a la ecuación un verano particularmente gélido -este año, en Vitoria el verano cayó en domingo-, no es extraño encontrarnos con caras que parecen como de cuerpo presente.

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Hay que reconocer que en Vitoria nunca nos hemos mirado tanto a los ojos unos a otros, y con la intensidad con que lo hemos hecho, como durante estos meses en que nos hemos visto obligados a llevar el antifaz quirúrgico. Y nunca acabábamos de estar seguros de si ese con el que nos cruzábamos era fulanito o perenganito, por más que apretáramos las pupilas tratando de desentrañar identidades.

En Gasteiz, antes de la pandemia, ya se sabe que cuando te topabas con algún conocido éramos más de mirar de reojo, o de girar la cabeza una vez que nos habíamos cruzado con el objetivo. Pero es cierto que la mascarilla ha obligado a auscultarnos la poca superficie de cara disponible a la vista para intentar un reconocimiento facial mínimamente satisfactorio.

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En estos meses he recordado a menudo aquellas películas de héroes enmascarados, como el Zorro por ejemplo, o el Fantasma de las tiras de EL CORREO, en las que nunca llegué a entender cómo nadie les reconocía cuando se ponían, uno ese antifaz ridículamente corto y el otro la careta y las mallas de 'Marco Pachetti'. O los Westerns en que los salteadores de diligencias llevaban ese pañuelo para taparse la cara y lograban que nadie les identificara, a pesar de que luego no se cambiaban de camisa, ni de chaleco, ni de sombrero, ni de caballo en meses. Y, aún con todo y con ello, nunca les reconocían. En Vitoria los hubieran calado a la primera: ¿No era ese el hijo de la Fuencisla, la que tuvo la panadería, que en paz descanse?

Sin ningún disimulo he de reconocer que de un tiempo a esta parte en que Sánchez anunció el permiso de nudismo facial no estoy cómodo; me siento como en pelotas cuando voy en la bici a trabajar por las mañanas. Percibo el aire acariciando mis mejillas y me parece como si me encontrara en una playa nudista. Tras tanto tiempo enmascarado, es como si hubiera salido de casa sin ponerme los pantalones e intuyera un sobresalto apenas disimulado en los convecinos con los que acierto a cruzarme cada mañana camino de la oficina.

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Si lo piensan, esto de la pandemia tiene efectos colaterales que la ciencia no ha alcanzado a resolver. Se ha avanzado mucho en la inmunización con las vacunas, hasta el punto de que ya no se muere por Covid nadie que haya sido vacunado con la pauta completa. Te inoculan ARN mensajero, que uno piensa que estos de Glovo, Deliveroo o Telepizza se te cuelan por cualquier parte, y que cuando te ponen la Pfizer o la Moderna notas como si alguien que se llama ARN -Alberto Ruiz Núñez, pongo por caso- iniciase una carrera en una mini bici hacia los virus repartiendo hostias a tutiplén por tus entretelas. Como en esa peli en la que reducen con un rayo un batiscafo con su tripulación dentro a tamaño microscópico y se lo meten por una vena a un fulano para salvarle de una muerte segura.

También los respiradores para que no te asfixies, por falta de oxígeno, han supuesto un enorme avance en sus prestaciones. Que antes eran como si te pusieran una Shisha o una cachimba; y ahora en cambio más parece que te conectan a un traje de astronauta que te mantiene enchufado a la vida hasta que te espabilas.

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Pero lo que no acierto a entender y me resulta sumamente sospechoso es que con tanto avance científico, con tanto 'imasdemasí', con tanta inversión multibillonaria, no hayan encontrado todavía una solución para que no se te empañen las gafas. No es serio. Todo el mundo conoce a estas alturas de pandemia que la mascarilla es incompatible con los anteojos. O ves, o respiras. Tú mismo. Y esto es un misterio de la ciencia.

Los cristales empañados

Te pones las gafas progresivas que te han costado un cojón de mico para ver de cerca y de lejos, después te pones la mascarilla para evitar contagios, nada por aquí nada por allá, y ahí te sobreviene una ceguera, como en la novela de Saramago y no ves tres en un burro. De repente se te empañan los cristales y se produce una situación extrañísima; porque todos sabíamos que la Covid te podía privar del olfato y del gusto, pero lo de perder la vista tiene su miaja. Y ya son palabras mayores.

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Sin ir más lejos, el otro día me di un tozolón con la bici contra una farola por llevar mascarilla y las gafas empañadas y me agarré un cabreo monumental. Cuando me llevaron a Urgencias dije que estaba allí por la Covid19. Y me dijeron que aquello no tenía que ver con el virus. Y yo que sí. Y el médico que no. Y al final llamaron a los municipales y acabé en Aguirrelanda. Y no me hicieron una PCR, no se vayan a creer, sino que me realizaron un control de alcoholemia los muy insensatos. Y como no me podía quitar ni la mascarilla ni las gafas empañadas pues al final no me quedé ni con el número de placa del munipa que me enchufó la boquilla para soplar sin ninguna contemplación.

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