Algo huele a podrido en Vitoria
En Sansomendi los vecinos están que echan las muelas por un extraño hedor que inunda cada año el barrio
No sé por qué extraña razón, vino a mi memoria el momento en que el centinela Marcelo pronuncia la famosa frase de «algo huele a ... podrido en el estado de Dinamarca». Qué curiosa contradicción la de que una de las frases de 'Hamlet' que han hecho fortuna, fuera pronunciada por un personaje secundario. Y qué curioso que la cita se haya aplicado más a cuestiones de índole ética en el ejercicio del gobierno, y no tanto al olor fétido y repugnante de materia orgánica en estado de putrefacción.
Quizá todas estas cuitas me asaltaran mientras leía la noticia de que algo huele a podrido en Sansomendi. Allí, los vecinos del popular barrio vitoriano están que echan las muelas porque un extraño hedor, de origen desconocido, inunda cada año el barrio de un olor pestilente a pescado podrido. Y, al igual que la vuelta de las golondrinas servía de imagen con que aderezar los ripios de adolescencia, el olor a mierda inmunda sirve para recordarles a estos malhadados vitorianos que el verano ha llegado a la ciudad.
Ellos insisten en que si esa peste asolara las calles del Ensanche de la ciudad, la causa habría sido identificada con inmediatez. Pero como ellos no son de caché, y no tienen bula pontifical en la planta noble del Ayuntamiento, pues han de joderse cada vez que aprieta la canícula y elegir entre la tortura del tufo, si abres las ventanas para que entre el fresco, o el calor de una casa cerrada a cal y canto, si bajas las persianas para frenar la invasión mortífera de estas silenciosas emanaciones.
La Asociación de vecinos lo ha denunciado de forma recurrente cuando asoma la calor, porque es precisamente en esos contados días calurosos que tanto añoramos el resto de los vitorianos, cuando la fetidez se hace irrespirable entre los sufridos y apestados vecinos de Sansomendi.
Viene la realidad a confirmar de nuevo aquella gran verdad de que nunca llueve a gusto de todos. Y mientras en San Martín, que corre una brisa polar cuando asomas la gaita por las calles abiertas al norte, estamos deseosos de poder ocupar las terrazas del barrio sin peligro de congelaciones, en Sansomendi rezan porque corra el aire para que les libre de semejante sufrimiento sensorial.
Y es que, si lo piensas bien, es una verdadera jodienda disfrutar mientras alguien sufre cerca de ti. Como cuando estás gozando de una comilona copiosa y ves que un niño te observa tras los cristales precisamente cuando estás engullendo ese codillo, con las velas de mocos colgando entre su nariz y el labio superior, mientras aguarda que su padre encuentre cualquier tesoro inesperado en el fondo del contenedor en el que se ha sumergido hace ya más de cinco minutos. Y como que pierdes de repente el apetito y se te quita la gana y pides un táper y se lo das al muchacho cuando sales del restaurán.
Pensando en lo hediondo de la situación que padece Sansomendi, no entiendo por qué no se persigue con tanta saña la contaminación olfativa, como la acústica. Puedes apestar un barrio con emisiones gaseosas y pasas desapercibido. En cambio, montas un guateque en el bar de abajo con la música un pelín alta y te cruje el Ayuntamiento.
Y es que el oído siempre ha sido un sentido más noble que el olfato a la hora de promulgar ordenanzas municipales. Y, mientras el tufo no provoque suicidios en masa, ninguna patrulla policial huroneará por entre las fábricas del polígono industrial cercano para ver quién es la responsable de semejante flatulencia.
Nadie tomaría en serio la orden de jefatura de perseguir a un olor, reducirlo y ponerlo a buen recaudo en los calabozos. Entre otras cosas porque si ello fuera posible físicamente, atufaría la propia comisaría. Y esto, sin duda, sí que provocaría una nueva huelga de celo y las protestas sindicales entre los sufridos agentes municipales.
Imaginen por un momento que el nuevo gobierno municipal lanza un borrador de ordenanza contra los malos olores. Todo el mundo haría chanzas sobre las propuestas de los diferentes grupos municipales. Como que se multara a aquellos ciudadanos que no se laven el sobaco con la frecuencia que estime recomendable la comisión municipal redactora. Y, así como un alcoholímetro mide los güisquis ingeridos, un 'odorímetro' midiera el tiempo que hace que te duchaste por última vez y si usaste o no la cantidad de jabón recomendada por la OMS. Que eso sí que propiciaría un incremento del afán recaudatorio.
Y es que la vida está llena de contradicciones que llaman la atención. Recuerdo cuando visité el emirato de Dubai. Paseaba por las inmediaciones del hotel Hilton y toda la calle apestaba a boñiga de sabe dios qué tipo de cuadrúpedo. Aquello no pegaba para nada entre semejante parque móvil lleno de Hummers y Mercedes a tutiplén. Pero claro, para que florecieran los jardines de los palacios, había que abonar la tierra porque la descomposición generaría belleza.
En esas estaba, cuando el extraño y reiterativo tufo de Sansomendi, me llevó a repasar estas y otras contradicciones que nos asaltan. Que así es la vida, al fin y al cabo. Gente que vive aquejada de enfermedades incurables, mientras se agarra a la vida con uñas y dientes. Y gente que goza de una salud envidiable y no encuentra una razón siquiera para vivir. Gente que pierde un botón y no lo encuentra, y gente que lo encuentra y lo entierra para siempre en la caja de costura.
Y así quedé por unos minutos, titubeante e indeciso, como después de ayudar a pasar la calle a un invidente para dejarlo ir sin saber qué hacer. Como si te vieras anudado con su suerte por un vínculo invisible de por vida. Y me fui a Sansomendi a investigar con un perdiguero de olfato privilegiado que me dejó el vecino.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión