Anitua, Medalla de Álava. B. castillo

Hablar bien de la gente

Se non e vero... ·

Domingo, 1 de mayo 2022, 03:06

Recuerdo que en una ocasión escribí un artículo en el que me permití hablar bien y destacar los logros obtenidos en su gestión por uno ... de nuestros conciudadanos ilustres -guipuzcoano de origen, vitoriano de adopción- que responde a las siglas de J. Q. Craso error.

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Aquel mismo domingo, tomando el vermut, me abordó un periodista de renombre de nuestra ciudad para dejarme atónito con sus comentarios. Refiriéndose a mi artículo, me preguntó si estaba buscando trabajo. Qué otro sentido podría tener si no, se preguntaba, el hecho de hablar bien de nuestro ilustre vecino, en vez de ponerle a parir por muchas de sus controvertidas decisiones como gestor deportivo.

Mientras iba hacia casa me repetía que esta es la ciudad que tenemos, un lugar en el que hablar bien de la gente le convierte a uno inmediatamente en sospechoso o en presunto. Resulta mucho más edificante, al parecer, dedicarse a descalificar y destemplar hazañas ajenas, subordinándolas a la suerte, al padrinazgo o al enchufe. Y es más 'cool' despreciar los valores del empeño, el trabajo y la determinación atribuyendo los éxitos de terceros a la suerte o a la casualidad.

Así, es moneda de uso común relativizar los logros ajenos en la plaza pública. Queda uno mejor ante la audiencia. Por eso cada día es más necesario ajustar cuentas de vez en cuando, para subrayar los éxitos que nuestros vecinos alcanzan en sus respectivas disciplinas y responsabilidades. El caso más reciente, Eduardo Anitua, resulta una magnífica oportunidad para ello. Recientemente premiado por su trabajo con la Medalla de Álava, Anitua es un tipo que no sólo vale por lo que hace -no hacen falta muchas explicaciones al respecto dado su reconocimiento internacional-, sino también por lo que dice. Cuando uno recibe un galardón, los discursos de agradecimiento suelen resultar penosos cuando se convierten en una ocasión para los lugares comunes; cuando el premiado, abrumado por la ocasión, se limita a leer el texto aseado que le ha escrito su jefe de prensa, incapaz de transmitir pasión alguna a quienes le escuchan.

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Anitua, por el contrario, como hacen los viejos profetas del conocimiento, siempre aprovecha estas ocasiones para contar algo interesante, porque como científico todavía no ha acabado por perder la esperanza en la raza humana. Si atendemos a sus indicaciones, Anitua nos recordó algo que a menudo se nos olvida: que en estos últimos 60 años, esta sociedad ha conseguido prolongar nuestra esperanza de vida más de 25 años. Da qué pensar el hecho de que muchos de los que estamos hoy aquí rozando los sesenta ya estaríamos criando malvas si no fuera por los avances científicos del último siglo.

Aunque lo que más me llamó la atención de su discurso fue el afán por decirle a la gente que cada uno de nosotros tiene una gran responsabilidad personal. Los hábitos nos construyen o nos destruyen y por ello somos responsables de cada uno de nuestros actos, señaló con firmeza.

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No acabamos de aprender que crecer es madurar y asumir las consecuencias de nuestros actos

Esta reivindicación de la responsabilidad personal le honra ciertamente, porque vivimos en una sociedad en la que tendemos a responsabilizar a los demás de los males que nos suceden. Siempre hay una mala excusa para escamotear los errores propios y hacer recaer su paternidad en hombros ajenos. No acabamos de aprender que crecer es madurar y asumir las consecuencias de cada uno de nuestros actos.

El tesón de Anitua se repitió una y otra vez a lo largo de su intervenciónrecordando que en su trabajo siempre aciertan a la última, lo que sugiere que no hay que rendirse nunca al primer intento. Y que al contrario de lo que mucha gente cree, si tomamos hoy la decisión de cambiar algo en nuestra vida, podemos cambiar la vida de mucha gente. Pequeños cambios que operan directamente como una interminable cadena de favores.

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Hoy pensamos que vivir viene a ser como dejarte deslizar a culetadas por la ladera de una montaña. Un buen día, tu madre te da el primer empujoncito y de ahí en adelante vas precipitándote montaña abajo sin saber muy bien si conduces tú o si te llevan las torrenteras que fueron abriendo aquellos queresbalaron por esa misma pendiente mucho antes.

Al principio el descenso es tendido y agradable, así que en cuanto te has acostumbrado a los movimientos suaves y sinuosos te despreocupas. Hasta que, de repente, sin saber a ciencia cierta a qué atenerte o a qué demonios agarrarte, te precipitas por un sifón a toda velocidad sin saber si te frenará el tronco de un árbol, un paredón de piedra o una montaña de paja y musgo.

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Cuando tienes un momento de tranquilidad y te detienes a pensar sobre lo que has hecho y dejado de hacer, sobre las decisiones que fuiste tomando sin reparar en la trascendencia de las que descartaste, a veces te ocurre como al burgués gentilhombre de Molière, que un buen día se dio cuenta de que llevaba más de 40 años hablando en prosa sin saberlo.

A nosotros nos viene a ocurrir lo mismo cuando asomamos la gaita a la cincuentena e, impensadamente, reparamos en que hemos estado viviendo la vida, consumiendo nuestro tiempo sin apenas darnos cuenta; como quien se bebe de un trago una copa de un vino excelso sin darse tiempo a disfrutarlo a su paso por la lengua, la boca y el paladar. Y reparas en que has consumido más de la mitad del combustible de tu depósito sin apenas darte cuenta del tremendo dispendio que te has pegado, sin haberte dado la opción de apreciar el paso de la vida como se degusta un manjar sin parangón.

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Por eso, las palabras de Anitua llamando a la responsabilidad personal resultan tan pertinentes. Porque es cierto que nacemos sin manual de instrucciones ni paracaídas. Pero también lo es que vivir es una actitud y un compromiso, a pesar de que conozcamos el final desde el mismo momento en que comienza nuestro viaje. Y como nos recuerda Kant, no se trata tanto de ser felices, sino de ser dignos de la felicidad.

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