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Capilla de La Piedad, donde reposan los restos de Félix María de Samaniego.

El enterramiento de Samaniego

El fabulista fue una personalidad en el siglo XVIII y sus restos reposan en la capilla de La Piedad de la iglesia de San Juan Bautista de Laguardia

Tino Rey

Miércoles, 25 de enero 2017, 01:44

Los nombres y apellidos con los que sus padres le asignaron en la pila del bautismo de San Juan Bautista de Laguardia no son por todos conocidos: Félix María Serafín Sánchez de Samaniego. Nació en la casa palacio de sus progenitores, enclavada al sur de la villa, un 12 de octubre de 1745 cuando en las campiñas de la Rioja Alavesa se llevaba a cabo ese prodigio otoñal que es la vendimia. Reinaba en España Felipe V.

Samaniego, señor del Valle de Arraya, fue un adelantado a su tiempo. Hombre viajero, que bebió de las fuentes francesas de la Ilustración, ingenioso, mordaz, burlón; se reía de sí mismo y de todo lo que le rodeaba. Impartió su saber a los alumnos del Seminario Patriótico de Bergara, siendo su director en dos ocasiones, y formó parte de la Sociedad Bascongada de Amigos del País.

Músico, ensayista, dramaturgo y heredero por derecho propio de las letras del Siglo de Oro. Pero donde logró universalizar su ingenio fue en sus Fábulas Morales y las escribió con un objetivo primordial, «ser el pasto con el que se debe nutrir el espíritu de los niños». En verdad que lo logró. Me acuerdo en mi etapa escolar de que el maestro antes de iniciar la clase nos relataba una de sus fábulas con su consiguiente moraleja. Momentos inolvidables.

¿Por qué en la mayoría de sus fábulas los grandes protagonistas son los animales: asno, cigarra, hormiga, codorniz, águila, escarabajo, zorro, mosca, culebra, cigüeña, corneja, lobo, liebre, milano, pulga? La deducción es clara. En los largos periodos de estío que pasó en su finca de La Escobosa, entre los meandros del Ebro, hizo causa solidaria con todos estos bichos que correteaban y volaban por sus tierras de la ribera. Se puede asegurar que Samaniego era un empedernido amante de la naturaleza.

Enfrentado a la Inquisición

Fue marido legítimo de Manuela de Salcedo, natural de la villa de Bilbao. Tuvo serios encontronazos con la Inquisición, por sus escritos anticlericales y licenciosos. El tribunal de Logroño Laguardia estaba subordinada a este fuero intentó, merced a la denuncia interpuesta por unos clérigos de donde vio la luz, confinarlo en un convento. Gracias a sus amigos Vicente García de La Huerta y Diego González, se salvó de la quema.

Don Félix se mofaba del Santo Oficio proclamando que la Inquisición se asentaba solamente en cuatro principios: «En un crucifijo, dos candelabros, la Sagrada Biblia y un pequeño altar». No vamos a entrar a enmendar la plana de sus biógrafos, algunos contradictorios, sino a relatar lo que fueron sus postreros días terrenales, que nunca han visto la luz.

Era a mediados de julio de 1801. Muy enfermo solicitó a sus siervos que lo trasladaran de La Escobosa a su casa solariega en Laguardia. En un carruaje, arrastrado por una yeguada, realizó el serpenteante camino hacia el valle de Josafat. Un día antes de su muerte, en agosto de 1801, como era menester entre los laguardienses, quiso reconciliarse con Dios. Revocó el testamento anterior de 1795 y suscribió un nuevo codicilio ante don Pedro Antonio Vitoriano. Nombró como cabezalero (albacea) a Gabriel Sáenz de San Pedro y Arellana.

No vamos a enumerar sus últimas voluntades, que son muchas y pintorescas. Sí que dejó heredero universal a Javier Sánchez de Samaniego. Recibió la extremaunción y fue ungido por los santos óleos a pocas horas de su muerte. Expiró en un atardecer del 11 de agosto y Laguardia entera quedó completamente estremecida por el fallecimiento de uno de sus hijos más ilustres.

El entierro fue un acontecimiento, ya que en aquel entonces era una cuestión de honor que se llevara a cabo con toda la solemnidad y pomposidad posible. Acudieron gentes de todas las índoles. Ermitaños, nobles, plebeyos, numerosos sacerdotes y el pleno del concejo. Don Félix dispuso que se le enterrara en la capilla de La Piedad de la iglesia de San Juan Bautista, donde se erige una talla de la Virgen sosteniendo en sus brazos a su hijo crucificado, propiedad de la familia Samaniego. Y que fuese amortajado con el hábito de los Padres Capuchinos, cuya congregación residía cerca de su palacio y mantenía con sus miembros una gran amistad.

Sepultura

Fue llevado hasta su última morada en unas andas de la parroquia de donde colgaban unos faldones negros y fue colocado en el centro de la Iglesia, pegado al altar mayor, donde se celebró un funeral mayor cantado por el coro de Capuchinos. Una vez finalizado el oficio, fue trasladado hasta su sepultura. Allí, como era tradición, se vertió encima de su cadáver dos sacos de cal y varios baldes de agua, con el fin de acelerar su putrefacción, para evitar el tremebundo hedor a muerto, que antaño se extendió por todos los templos de la cristiandad.

En un lateral del camarín mortuorio hay colgado un hermoso cuadro de La Lanzada a Cristo de un alumno de Rubens, que unos amigos de Roma regalaron al fabulista en su día. Durante su funeral ardieron 12 hachones de cera y dos velas en su tumba. También fue su deseo que se celebraran 500 misas por el descanso de su alma, devengando por ello una limosna de cuatro reales. Finalmente su voluntad no se cumplió. Muchos años después todo ha cambiado. En las ikastolas, escuelas, y colegios ya no se recitan sus fábulas morales. Ya no cantan las cigarras, tampoco hay hormigueros en los caminos por donde los arrieros se acarreaban la mies y la lechera no va con el cántaro al mercado. ¡Qué pena!

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