La costa 'ostentórea'
Torremolinos y Marbella son el origen y el final del turismo mediterráneo, que empezó con Frank Sinatra pero acaba con Jesús Gil
POR ÍÑIGO DOMÍNGUEZ
Sábado, 30 de agosto 2008, 04:34
El descapotable azul se lanza a la Costa del Sol y que sea lo que Dios quiera. Hasta el Rincón de la Victoria todavía hay unos kilómetros campestres. Playas solitarias con un coche en la cuneta y una sombrilla delante. Pero ya aterrizan los primeros pisos piloto. Desde Málaga, ni un metro de costa libre. El viajero entra en Torremolinos evocando el 'landismo', el turismo feliz de machotes celtibéricos y suecas. 'Manolo La Nuit', 'Una vez al año ser hippy no hace daño' (con el grupo musical Los Hippy-Loyas), 'Pepito Piscinas',... Pero el viajero nota que la Costa del Sol ya le pilla cansado. El propio Torremolinos es un lugar agotado. Tras remontar el Mediterráneo, el viajero ha llegado al origen. Es decir, al fin. El viajero ha visto ya demasiado y más que la Costa del Sol se siente en el corazón de las tinieblas. Teme acabar hablando solo.
Baja a la playa pero las chancletas resbalan en los escalones, desgastados del paso de la marabunta. Presencia dos amagos de costalada, tres si se incluye el suyo. La calle es una sucesión de tiendas de artículos inservibles. Salvo un aparato sorprendente: una máquina que escribe en las gorras lo que se quiera. En la playa descubre la palabra 'hidropedal' y poco más. El ambiente es un poco deprimente. Por primera vez en el viaje ve mendigos. En las aceras huele a vómito de la noche anterior. Pese a la playa, es un paisaje urbano. Hoteles que se llaman Don Pedro, Don Pablo, Don Carlos... Qué antiguo, como Don Pepito y Don José, pasó usted por mi casa, etcétera. Uno de ellos es prometedor: 'Fiestas de solteros y solteras. Te invitamos a ti, mujer, a la segunda copa'. La oficina de turismo está llena de carteles de corridas de toros, para los guiris. El viajero vuelve por un ascensor. Cuesta 50 céntimos. Pone 'Máximo 12 personas'. Se meten 13, nadie se ha molestado en contar. Es la famosa disolución de la responsabilidad en el grupo. Dentro hace mucho calor. El viajero juega a imaginar qué ocurriría en caso de quedarse atrapados, según el género de catástrofes. Concluye que sería un grupo con pocas posibilidades de sobrevivir.
Sinatra estuvo aquí
El viajero se ha instruido sobre el lugar para no ir a lo tonto. Perderse en Torremolinos puede ser terrible. Además quiere escarbar en busca de algo de autenticidad. Todos tenemos un pasado, incluso Torremolinos. El turismo ibérico nació aquí en los años treinta, cuando un tal Sir George Langworthy compró el castillo de Santa Clara y fundó una residencia para extranjeros. Después Carlota Alessandri, una noble italiana, abrió el Parador de Montemar. Como se ve, ya había guiris de vacaciones. Esto, algún día, en una galaxia muy lejana, debió de ser muy bonito. Eran 500 habitantes. Yace bajo estratos geológicos de décadas de turismo salvaje.
En la oficina de turismo le han indicado dónde estaba el castillo de Sir Langworthy. El viajero se imagina a David Niven en bata, diciendo 'de veras' y 'telefonear' con toda naturalidad, el español imposible de las películas. Nada de eso, es un bloque de apartamentos sesentero con piscina. El viajero prueba con el parador de la señora italiana. Ahora allí hay un parque. El viajero lo recorre intentando olisquear la historia, pero oye una musiquita espiritual, de esas relajantes que ponen tan nervioso. No sabe de dónde viene. Hay deportistas corriendo, niños en bici, nadie se inmuta. Siguiendo el sonido, acaba a gatas en un parterre: increíble, la música sale de una piedra. Pero no es una piedra. Es una falsa piedra-bafle. Una ingeniosa red de piedras-bafle hace posible otra proeza mediterránea: el parque con banda sonora. No hacen falta cascos.
Escarmentado, se va a lo único en pie de la época primigenia. El Pez Espada, el primer hotel de lujo de Torremolinos, de 1959. Hay fotos de Mary Pickford y realeza variada, incluidos jeques árabes y Fraga, que la calle era suya. El bar se llama Frankie y está decorado con discos de Sinatra. El viajero pregunta si estuvo allí:
-Pues sí, pero sólo una noche, porque parece que la preparó.
Lo explican unos artículos enmarcados. En 1964 el viejo Frankie se lió a mamporros con unos fotógrafos y acabó expulsado del país, mientras en el hotel encontraban cuatro pistolas en su maleta. Declaró: «Nunca jamás volveré a este maldito país, detesto a estos dictadores fascistas». No estaba mal para la época. Lo redondeó con un telegrama a Franco: «Felicidades en el vigesimoquinto año de su benévolo régimen. Muérase». El viajero piensa en invocar el espíritu de los cincuenta a base de martinis, más por Ava Gardner que por Sinatra, pero sería suicida, el bar es muy triste. Con un pasado así se envejece fatal. Es lo que le pasa a Torremolinos.
«Marbella es mucho más»
El viajero se larga a Marbella y a la altura de Calahonda juraría que ve un campo de golf bajo el viaducto. Quizá juegan a darle a los coches. Andalucía es la región con más campos de golf de Europa, 84, y la mitad están en la Costa del Sol. Entra en Marbella por la avenida del Trapiche, muy propia para un municipio de mangantes. En la radio, una agencia de contactos presume de tener 5,5 millones de usuarios e invita a invertir en amor: «¡Enamórate o te devolvemos el dinero!». El viajero en ese momento no lleva suelto. Aparca y, sorpresa, la parte vieja de Marbella es preciosa, de casas blancas y patios con flores.
No es el único prejuicio que se le cae. En el mercado comprueba que la gente hace la compra y todo. El viajero pensaba que eran ricos y comían de restaurante. La dorada está a 14 euros. Las gambas según, de 18 a 30. «La gente de Marbella no es la que sale en la tele, es la que no sale, gente trabajadora y decente», le explica una señora. Cómo engaña la tele. «Marbella es mucho más, es una pena», repiten en la oficina de turismo. Se lamentan de que la gente va preguntando por la casa de la Pantoja aunque, por ejemplo, tienen un museo de bonsais que es una maravilla. El viajero se ilumina: no se le había ocurrido que la casa de la Pantoja existe realmente. La incluía en la categoría del culebrón, de la ficción. Se lo confirman unos reporteros apostados ante el ayuntamiento, para variar: «Sí, sí, los turistas van a la puerta y hasta se hacen fotos con los periodistas que están allí». Los colegas están cansados de choriceo, llevan encima diez años de escándalos de corrupción, desde Jesús Gil. Hoy tienen un nuevo arresto de 'malayos'.
Pero hay redención para los pecadores, un sustrato castizo y humano bajo la gomina. En la iglesia de la Encarnación el viajero lee que, por el bimilenario del nacimiento de San Pablo, los fieles «una vez cumplidas las condiciones habituales, excluido cualquier apego al pecado, podán lucrar la indulgencia plenaria». Al párroco se le va a llenar la misa de concejales y subsecretarios. Son las fiestas y una viejecita le pregunta si sabe a qué hora es el rosario de la aurora. En Andalucía hay mucha devoción. Después, en una plaza, ve un busto de Don Jaime de Mora y Aragón. El viajero lo recuerda de los años de Gunilla Von Bismarck, cuando Marbella era el centro de la 'jet set', otra palabra anticuada. Pregunta a un viandante quién es el señor de la estatua:
-Bueno, hizo mucho por Marbella.
-¿Y qué hacía?
-Hacía fiestas.
Una señora interviene: «No tenía nada pero vivía muy bien sin un duro, un bohemio, un artista, la gente lo quería mucho». El viajero se admira aún más del alto porcentaje de población mongola. Hasta que se da cuenta de que son señoras operadas, con pómulos prominentes y ojos rasgados. Pensaba que eran del círculo personal de la inenarrable cantante Kimera, que vivía por allí.
Pero el viajero no se distrae. Hay que ir a la casa de la Pantoja, centro neurálgico de la vida ibérica. Quizá por eso está en la urbanización La Pera. Se halla en Puerto Banús y está fenomenal, al lado de la parada del autobús, de la plaza de toros y del Corte Inglés. El viajero derriba un mito: no había nadie, ni un solo 'paparazzi'. Lo documenta con una foto para los incrédulos, como las piedras-bafle. La villa de enfrente se vende, y la de al lado, una especie de mansión del Mississippi, la han dejado a medias. Alguien no calculó bien el dinero. De repente se abre la puerta y el viajero se pone tenso. ¿Será ella? ¿Será él? El viajero no sabe si están en la cárcel o de compras, no está al tanto. Pero quien se asoma es un chico moreno con bañador marcapaquete. El viajero no puede asegurar que no fueran unos calzoncillos, de hecho al rato salió con unos pantalones. Bueno, bueno, con esa información el viajero cree que ya puede intervenir con todo derecho en una tertulia gansa.
Luego se va a Puerto Banús y aparca bajo la plaza Antonio Banderas, junto a la avenida Julio Iglesias. Encima hay un rastrillo, pero en pijo, con cristales de Swaroski, cosméticos del mar Muerto y peluches de Hello Kitty. Después, pasea por el puerto, entre tiendas de lujo, yates y cochazos. Los turistas van sólo a mirar, a ver cómo es eso de ser rico. Para ellos hay senegales que les venden lo mismo de los escaparates, pero en 'todo a cien'. Aunque hay carteles que advierten que «la venta, posesión y utilización de productos patentados sin consentimiento del titular están castigadas con penas económicas y de prisión». Decenas de señoras no parecen en absoluto asustadas. En este marco exclusivo el viajero observa una nueva tendencia: las botas de gnomo de cuello vuelto, aunque sea verano. Qué extraña es la moda, cómo juega con la gente.
Ferraris de colores
El deporte local es la ostentación, lo 'ostentóreo', como decía Jesús Gil, grandioso hallazgo que compendia lo ruidoso con lo soez. No hay nada más viejo que un nuevo rico. Los paseantes admiran extasiados Ferraris de colores. Una agencia los alquila a 600 euros el fin de semana. El viajero busca la tienda de Tom Ford, única en el mundo con las de Nueva York y Milán, que acaba de abrir hace cinco días. Pregunta a diez empleados de restaurantes y ninguno tiene ni idea. Son casi todos inmigrantes y Tom Ford ni les suena. No saben en qué mundo viven. Al final la encuentra: había pasado tres veces por delante sin verla. Claro, con tanto minimalismo... Entra a preguntar cuánto cuesta un traje. La chica, rubia, pálida y extranjera, busca la etiqueta y se lo dice. Vale 2.200 euros. Se crea un silencio incómodo. El viajero cree que es porque los dos saben que eso es una estupidez. Luego lo atribuye a que está segura de que él no tiene 2.200 euros. Pero él apostaría que es el doble de lo que cobra ella.
Se comprenderá de inmediato qué clase de lugar es Puerto Banús cuando el viajero diga que pasó un tipo silbando Phil Collins. Asombroso. Tras comprar el periódico en un quiosco con miles de revistas del corazón de todo el planeta, va a comer algo en un restaurante de comida rápida oriental. Pide algo y la chica -rubia, pálida, extranjera- le da una especie de 'tamagochi'. Es un aparatito que sonará cuando su plato esté listo. El viajero mira alrededor y verifica de nuevo que el restaurante está vacío, es pequeño y eso se arreglaría con una voz. Ella le mira como diciendo: «Ya sé que es una gilipollez, pero es lo que me han dicho». Al rato el viajero escucha la alarma, pero hace como que no la oye, a ver qué pasa y si se bloquea el sistema. Le llevan el plato con normalidad.
El viajero hojea el periódico desde atrás, como siempre. Hay anuncios de «señoritas liberales», quizá se forma un nuevo partido marbellí. A lo mejor se equivoca, pero al viajero le ha parecido que en la Costa del Sol hay mucha puta. En un bar acaba de coger el folleto de una compañía que te las lleva al yate, es muy cómodo. Se acuerda de la historia de un colega de Madrid que fue a hacer un reportaje de clubes de alterne y pasó las facturas de tres polvos. Un profesional, pero le llamaron la atención en administración. En la portada del diario hay un titular enorme: la constructora Martinsa suspende pagos. España no sólo se rompe, también se hunde. Sale una larga lista de acreedores. Al viajero le parece muy raro. Él tuvo una vez números rojos, muy poquita cosa, y le llamaron del banco nerviosísimos. Lo de Martinsa no puede ser tan grave. En Puerto Banús, desde luego, no se nota nada.
Mañana
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