«Recuerdo la bomba cada vez que me coloco la pierna»
Alberto Muñagorri evoca el atentado indiscriminado de ETA que le cambió la vida cuando solo tenía 10 años. «No sé cuánto lloré»
Alberto, Víctima (Rentería, 26 de junio de 1982) |
Miércoles, 18 de abril 2018, 11:46
Texto: Lorena Gil
Alberto Muñagorri sale a correr tres veces a la semana. «Día sí día no». Y se puso un ambicioso reto: participar en la Behobia-San Sebastián. Veinte kilómetros. Poco menos que una media maratón. «Ahora ando por los cuatro. Yo siempre he sido más de andar en bicicleta y no he corrido nunca, así que voy poco a poco», expresa. Su idea es apuntarse en 2018. «Aunque si me da tiempo a prepararme para este año –es en noviembre–, lo mismo me animo», afirma. Alberto es consciente de cuáles son sus limitaciones. Un artefacto explosivo de ETA le dejó sin una pierna cuando tenía diez años. Pero garra le sobra. «Incluso tengo un entrenador personal», revela.
La mayoría de la gente le conoce como «el niño de la bomba». El 26 de junio de 1982, un explosivo oculto en el interior de una mochila tirada en plena calle de Rentería estalló alcanzádole de lleno. Alberto, natural del municipio guipuzcoano, no recuerda si le dio o no una patada. «Eso fue lo que contó mi padre», subraya. Como consecuencia del «accidente», tal y como él califica el atentado indiscriminado, perdió la pierna izquierda, la visión del ojo derecho y un 40% de audición. «Mi madre solo quería que pudiese llevar una vida normal».
Recibe a este periódico en su casa de Rentería. «¿Os dan miedo los perros?», pregunta desde la puerta. A su lado, aparece 'Woody'. «Es perra, pero a mi mujer le gusta mucho Woody Allen, así que teníamos el nombre antes de saber si sería macho o hembra», explica. Sentado en el sofá, echa la vista atrás. La mañana del atentado, Alberto acababa de salir de casa de su amona. «Me dijo que le acompañase a la plaza a hacer compras, pero había quedado con unos amigos para jugar al fútbol y no fui», evoca. «Y eso que nunca he sido muy futbolero». Curiosamente, es del Athletic. En el bolsillo guardaba 25 pesetas. «La paga». «Me gustaban mucho las moras de gominola», señala.
No llegó a la tienda de chuches. Ni a la cita con su cuadrilla. Una bomba en una mochila tirada en el suelo, a escasos quince metros de distancia de la entrada de un almacén de Iberduero, en la plaza Aralar, hizo explosión dejándole gravemente herido. El macuto había sido manipulado por varias personas a lo largo de la mañana sin que detonara. Se avisó a la Policía Municipal de la existencia de un paquete sospechoso, que acordonó la zona e informó al Cuerpo Nacional de Policía. «La unidad de desactivación de explosivos no acudió al pensar que era una trampa», relata Alberto. Al final, el cordón se levantó y la mochila se quedó allí, hasta que explotó.
«El estruendo se escuchó en todo Rentería», le contaron. Alertó también a su hermano mayor, que entonces tenía quince años –su otra hermana contaba trece–, que se encontraba jugando con varios amigos. «Fue hasta allí y le dijeron, 'Fran, es tu hermano'», relata Alberto. Salió corriendo a casa. «Ama, Alberto está en el suelo, ha sido una bomba», le comunicó. Ella no le creyó. «Calla loco, no me des esos sustos», le contestó. El llanto de Fran la convenció. «Cuando llegaron allí mi ama y mi amona me estaban metiendo en la ambulancia. Yo estaba consciente y, al parecer, solo decía que me pusieran una manta, que tenía frío», expresa. No lo recuerda. La intervención en la clínica de la Cruz Roja en San Sebastián duró más de cinco horas. «La prioridad era salvarme la vida». Permaneció dos semanas en la UVI y poco más de dos meses ingresado. «Mi ama estuvo todos los días con sus noches a mi lado, salvo uno, que le mandaron ir a airearse. Estoy aquí gracias a ella», agradece. Alberto recuerda cómo su progenitora le contó lo ocurrido en el hospital.
– «¿Sabes por qué estás aquí?»
– Por un empacho de moras.
No sabía que le habían amputado una pierna. Su madre le contó «el cuento de la isla del tesoro» para preparar el terreno. «¡No es verdad!», reaccionó al conocer la noticia. «No quise mirarme la pierna». Hasta que finalmente levantó la sábana. «No sé cuánto lloré». Ya en casa, cada vez que se caía, su amona intentaba ayudarle. «Mi ama siempre le decía que me dejara, que me iba a caer mil veces... Y tenía razón». Alberto no quería ir a clase «sin pierna». «Te doy un mes para que estrenes todos los juguetes», le permitió su progenitora. «Mi habitación era como un parque de atracciones», describe.
Apoyo psicológico
La vuelta no fue fácil. En octubre, con el curso empezado y todavía sin prótesis en la pierna –se la colocaron en enero–. Algunos niños dejaron de hablarle. «A mi ama llegaron a decirle por la calle: 'Oye, qué bien ha quedado tu hijo. Claro, con el dinero que os han dado...'», rememora. El Tribunal Supremo obligó al Estado a indemnizarle con veinte millones de pesetas –hasta entonces había recibido cuatro– tras estimar un recurso presentado por la familia. La sentencia se conoció siete años después del atentado. «Todo lo hemos tenido siempre que pelear», lamenta.
En el instituto de Rentería, donde llegó a ser delegado de clase, también tuvo que escuchar frases como: «Pero si vives de madre». «Ánimo nos dio muy poca gente», lamenta. «A las seis horas de que estallara la bomba, y mientras yo me debatía entre la vida y la muerte, hubo una manifestación debajo de mi casa en la que la gente gritaba 'Gora ETA militarra'», recuerda. «Eso es lo que pasaba». En los últimos años las cosas han cambiado en Rentería. «Hay gente que ahora me dice: 'Vaya ejemplo que estás dando'», agradece.
Alberto no tiene apenas relación con la mitad de su familia, por parte de padre. Próximos a la izquierda abertzale, no comparte su forma de pensar. «Y eso que soy una persona que escucha, que habla con personas de diferentes ideologías y que reconoce, sin mezclar, que aquí ha habido muchas vulneraciones de derechos humanos», afirma. Al hermano de una compañera de instituto le metieron en la cárcel por su relación con ETA. «Yo fui donde ella y le pregunté qué tal estaba su hermano. Ella se quedó blanca», narra. «Me dijo que no se esperaba que yo le preguntara por él».
Más de treinta años después de que una bomba le dejara graves secuelas, Alberto ha empezado a acudir a sesiones de apoyo psicológico con el Gobierno vasco. Lleva tres semanas. «Hay cosas que se me remueven por dentro», reconoce. Trabajó durante más de veinte años en el departamento de recursos humanos de una empresa.
Para Alberto resulta inevitable recordar todos los días lo que ocurrió. «Cada vez que levanto y me pongo la pierna». No espera que le pidan perdón. No lo necesita. Reclama «autocrítica y reflexión» a los partidos políticos y a la sociedad. «Qué hizo o no hizo cada uno, dónde estuvieron...». Recientemente accedió a grabar su testimonio para el Instituto de la Memoria, Gogora. Nunca ha albergado odio. Su madre así le educó. «Siempre he querido que se me conozca como Alberto Muñagorri», remarca. Lo que le «preocupa» es que «los niños no sepan lo que fue ETA». «Callarnos no ha servido de nada», concluye.