Calakmul, la inmensidad de la selva
Un paseo por la historia ·
La presencia de los habitantes de la ciudad perdida de los mayas se siente todavía hoy al recorrerlaDe niño me despertaba por las noches angustiado. La pesadilla era recurrente: una inmensa extensión de selva, tan asfixiante que apenas podía caminar. Lo peligroso ... de la imagen no era el ecosistema en sí, sino la idea de la inmensidad, de que algo pudiera abarcar tanto. Abría los ojos, en la oscuridad de mi cuarto, e intenta salir de ese infinito que se escapaba de mis manos, que se apoderaba de mí. Un grito rompía la escena y en seguida se encendían las luces del pasillo. No estaba en la selva, sino en casa. El mundo no era infinito, sino tan estrecho como las medidas de mi cama.
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No puedo apartar esa idea de mi cabeza. Llevo conduciendo cuatro horas desde que salí de madrugada de Bacalar, en Yucatán. Pronto me engulló la selva. Se abalanzó sobre nosotros por una carretera estatal. Luego los carriles se hicieron más estrechos. Desaparecieron los pueblos. El asfalto se volvió tierra. Hace ya muchos kilómetros que no hay señales, solo un ensordecedor rugido de troncos contorsionándose o maullidos de jaguar, quién sabe. Nos quedan pocos minutos para llegar. El sendero finaliza abruptamente en un cortado. Ahora toca caminar. Un cartel así lo indica. Calakmul, la ciudad perdida de los mayas, el punto más profundo sin civilización, para hallar una civilización perdida.
La ciudadela aparece ante nosotros tras un sueño milenario. Fue así, desde luego, durante mucho tiempo. Calakmul comenzó su construcción en el 600 a.C., cuando perdedores de mil batallas se retiraron a las profundidades de la selva para comenzar de nuevo.
Aquí alzaron sus templos, los altares sacrificiales, las grandes plazas donde apenas llegaba el sol porque el verde de los árboles se lo impedía. Noto la presencia de los antiguos habitantes, como si nunca hubieran muerto, como si nunca hubiesen abandonado este lugar, cuando los descubrió de nuevo la guerra y Tikal los atacó con flechas e insomnio.
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En el 900, la selva reclamó su territorio. Venció a los hombres y los expulsó hacia la costa. Se apoderó de la piedra y la sepultó. Ahora camino sobre una ciudad vegetal cuyos dioses nos observan y nos dejan pasar fugazmente para contemplar la historia. Ante mí se alza la gran pirámide. Leí que se trataba de la segunda más alta de todas las construidas por la cultura maya, con todos sus milenos y arquitectos. Levanto la mirada. Es casi vertical, una ola de piedra gris que se abalanza sobre mí. Sus peldaños esconden el musgo de otras guerras antiguas. 55 metros para no mirar abajo. Me agarro a la piel de la roca. Escalo hasta que sobresalgo de los árboles. Llego a lo más alto de la pirámide. Dejo atrás los altares, el mundo conocido, las ceibas y los mameyes, árboles tropicales que hacen música con solo nombrarlos, los changos que gritan con melancolía porque todavía son simios. Recobro la respiración y alzo la vista. Bajo el cielo, toda la extensión del universo es verde.
La selva es un torrente oscuro de agua que se abalanza sobre la tierra. El mundo se fundó en las ruinas de Calakmul y resistió al empuje de los hombres. Aquí están mis pesadillas infantiles, un verdor terrible, el infinito acorralando a un niño que solo quiere dormir. Y sin embargo es bello. En lo alto de la pirámide, solo hay paz, el silencio de los siglos. La belleza de la naturaleza venciendo a lo humano.
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