Borrar
Josemi Benítez
Un crimen o dos en un caserío de Barrika

Un crimen o dos en un caserío de Barrika

Meses después de aparecer como sospechoso en la muerte de su esposa, y en el mismo sitio donde había aparecido el cadáver, mataron a Julián a cuchilladas

Domingo, 4 de mayo 2025, 00:55

El diario 'El Liberal' publicó que, «en lo futuro», sobre el caserío Elizatxu iba a «pesar una tradición siniestra». Era el resultado de la acumulación de dos tragedias en año y medio: primero fue la muerte de Vicenta Bilbao –para muchos parientes y vecinos, un crimen que quedó sin castigo– y después el asesinato a cuchilladas de su marido, Julián Bilbao, que había sido el sospechoso del primer suceso. Y, sin embargo, el vínculo entre los dos hechos no fue causal o, como mucho, solo lo fue de una manera indirecta.

Por nuestros prejuicios sobre el pasado, puede llamarnos la atención que, en una historia ocurrida hace un siglo en una zona rural de Barrika, aparezcan personajes con una biografía tan cosmopolita como la de Julián. Había emigrado a Nueva York, donde tenía ya una hermanastra, y allí había trabajado de jardinero en la casa de un inspector de barcos, en el distrito de Brooklyn. Aprovechó los contactos de su jefe para llevarse a Estados Unidos a dos de sus hijos y colocarlos en buques, uno como engrasador y el otro como fogonero. Al cabo de unos años, los tres volvieron a su tierra. Julián había hecho «una bonita fortuna», según la describía el 'Heraldo de Madrid', y a ella se sumaron las ganancias de sus disciplinados hijos, que le entregaron las 24.000 pesetas que habían ahorrado. «Al regresar, compró el caserío», relataba el periódico madrileño, que se refería a Julián como «un hombre de pasiones violentas» y le atribuía «el remoquete de Lucifer», aunque otras crónicas no mencionan el apodo diabólico. Sí consta que solía maltratar a su familia, que los amenazaba con armas de fuego y que en ocasiones los obligaba a dormir al raso, lo que empujó a los hijos a embarcarse de nuevo y a la hija a mudarse con una tía.

En noviembre de 1927, Vicenta apareció muerta. En teoría, había sido víctima del alcohol, pero la conducta de Julián en las jornadas previas se antojaba bastante extraña. La víspera, había llamado a los residentes de un caserío cercano para que viesen en qué estado lamentable se encontraba su esposa: «A la Vicenta la encontramos en la cuadra, tumbada en el suelo sobre la orina de las vacas, y en mala forma. La saya por detrás tenía abierta y la carne se veía. Y allí, a su lado, había una taza con vino», contó en 'El Liberal' el vecino, Andrés Urrutia. El día de la muerte de la mujer, Julián volvió a convocar a unos cuantos testigos: «¡No vaya a decir la gente que la he asesinado yo!», comentó.

Camisas para amortajar

A los hijos, esta historia no les convencía. Jesús Bilbao, recién desembarcado del Cabo Quejo, explicó sus razones al reportero de 'El Liberal'. Se mostró seguro de que el garrafón de vino que apareció en la alcoba no era de su madre, sino el que enviaban dos veces por semana a su padre desde una taberna de Plentzia, y desveló que, según algunos testigos, el cadáver presentaba un ojo hinchado y un enorme moratón en un lado del cuello. Además, su padre tenía sospechosamente preparadas «la muda y dos camisas para amortajar y enterrar» a Vicenta. El diario recogía, además, que alguien había mandado clavar la tapa del ataúd, algo muy inusual. Por iniciativa de los hijos, se abrió una investigación judicial e incluso se exhumó el cuerpo, pero finalmente no se encontraron indicios de delito.

En mayo de 1929, fue Julián a quien hallaron ensangrentado «en el mismo lugar en que apareció su difunta esposa», con una cuchillada en el vientre y otra en el codo. Aún vivía, así que lo evacuaron al Hospital de Basurto –en aquella época, un viaje de 45 minutos en un buen automóvil–, pero los cirujanos no pudieron salvarle. Tenía 52 años. Su agresor era otro personaje acostumbrado a recorrer mundo: Pedro Gil, el Navarro, era un pamplonés de 65 años que estaba empadronado en Plentzia, junto a su mujer y su hija viuda, pero pasaba la mayor parte del año en Melilla, donde regentaba una cantina. Según el relato de los hechos que hicieron los investigadores, acababa de volver de una de sus estancias en el norte de África cuando se acercó a Elizatxu y, tras una breve conversación, apuñaló a Julián con un cuchillo de cocina que había afilado nada más desembarcar en Vigo. «Para que no hables nada de más», le dijo. Después, se marchó «tranquila y pausadamente» a una taberna de Plentzia y se tomó unos vinos.

En el juicio, el Navarro aseguró que había ido al caserío a reclamarle a Julián un dinero que le debía y que, ante su reacción violenta, sacó el cuchillo y se lo acabó clavando de manera más o menos accidental. Pero entre los dos hombres existía una pública enemistad, debido a que Julián pretendía a la hija de Pedro. Este no lo negó ante el tribunal: «Dijo el procesado que en diferentes ocasiones le amenazó de muerte Julián y que se oponía a las relaciones con su hija, porque se decía de público que la muerte de la esposa de la víctima fue producida de forma violenta por este», recogió el cronista del diario 'Euzkadi'. Además, Julián solía hablar mal de su adversario a amistades que compartían, lo que justificaría la frase que Pedro le espetó al matarlo. Finalmente, se le impuso una pena de 24 años de cárcel.

«Yo he sido»

Según publicó 'El Noticiero Bilbaíno', Pedro Gil gozaba de «generales simpatías» en Barrika y Plentzia. Él mismo se entregó a la Guardia Civil, después de que las noticias del crimen llegasen a la taberna donde estaba bebiendo. «Yo he sido, yo, y aquí tengo el arma», dijo en alto a los demás parroquianos.

Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios

elcorreo Un crimen o dos en un caserío de Barrika