'Metal Gear Solid Delta: Snake Eater': El fantasma en la máquina perfecta
Crítica ·
El esperado remake ya está disponible para Xbox Series, PlayStation 5 y compatiblesHace unos años mi madre decidió «mejorar» todas las fotografías familiares antiguas usando una de esas aplicaciones que prometen eliminar el grano, avivar los colores y hacer que las caras se vean más nítidas. El resultado fue perturbador de una manera que me costó tiempo identificar: técnicamente las fotos se veían mejor, más limpias, más definidas, pero habían perdido algo esencial. Mi padre ya no parecía mi padre, sino un actor contratado para interpretarlo en una película de presupuesto medio. La textura de los años setenta, esa pátina amarillenta que situaba temporalmente cada imagen, había sido reemplazada por una claridad quirúrgica que las hacía parecer tomadas ayer por alguien que no entendía muy bien qué estaba fotografiando.
Esa misma inquietud me ha perseguido durante las quince horas que he pasado jugando Metal Gear Solid Delta: Snake Eater. No es que el juego esté mal hecho —sería ridículo afirmarlo cuando estamos hablando de una reconstrucción técnicamente competente de una de las obras maestras del medio—, pero hay algo en su perfección pulida que resulta profundamente perturbador. Es como si Konami hubiera tomado mis recuerdos de MGS3 y los hubiera pasado por el mismo filtro digital que mi madre aplicó a aquellas fotografías familiares: todo está ahí, todo es reconocible, pero algo fundamental se ha perdido en el proceso de «mejora».
Publicidad
La primera señal de alarma llega temprano, cuando Snake aterriza tras el salto HALO y uno se encuentra cara a cara con un rostro que conoce íntimamente, pero que, de alguna manera, se ha convertido en el de un desconocido. No es solo una cuestión de fidelidad visual —el modelo de Snake es probablemente más parecido al diseño original de lo que jamás fue el MGS3 de PlayStation 2, —sino algo más sutil relacionado con la presencia. El Snake de 2005 tenía una materialidad específica, una manera de ocupar el espacio que surgía tanto de las limitaciones técnicas de la época como de la manera en que Kojima había aprendido a trabajar con ellas. Era un personaje que pertenecía completamente a su mundo pixelado, que se movía con la lógica interna de ese universo de polígonos y texturas borrosas.
Pero donde la extrañeza de Delta se vuelve más evidente, es en esos momentos específicos que uno recuerda con especial cariño del original. La primera vez que The Fear salta entre los árboles, por ejemplo, o cuando The Sorrow camina lentamente por el lecho del río seguido por los fantasmas de todos nuestros crímenes. Son escenas que en 2005 funcionaban porque Kojima entendía perfectamente qué tipo de historia estaba contando y con qué herramientas contaba para contarla. La resolución limitada, los efectos de partículas rudimentarios, incluso la rigidez ocasional de las animaciones contribuían a crear una atmósfera específica: la de un sueño febril sobre la Guerra Fría, contado desde el punto de vista de alguien que había crecido viendo demasiadas películas de espías de serie B.
En Delta esas mismas escenas se han convertido en algo distinto: espectáculos técnicos que uno admira, pero que no consiguen generar la misma respuesta emocional. The Fear ya no es una presencia ominosa que acecha desde las sombras imprecisas de la copa de los árboles; ahora es un modelo tridimensional muy detallado ejecutando una rutina de animación muy pulida en un entorno muy bonito. La magia no reside en los elementos individuales, sino en la manera en que todos ellos conspiraban para crear algo mayor que la suma de sus partes, y esa conspiración se ha roto en algún punto del proceso de traducción.
La sensación se intensifica con la opción de cámara en tercera persona, que Konami ha incluido como si fuera una mejora evidente cuando en realidad funciona como una demostración involuntaria de por qué algunos juegos pertenecen irremediablemente a su época original. MGS3 fue diseñado para ser visto desde arriba, con esa perspectiva ligeramente elevada que convertía cada área en una especie de diorama táctico donde el jugador podía estudiar los patrones de movimiento de los guardias y planear su aproximación. Cambiar ese punto de vista no solo altera la mecánica —algunos enfrentamientos con jefes se vuelven absurdamente fáciles mientras otros se tornan frustrantes— sino que destruye por completo la gramática visual del juego.
Publicidad
Es como si alguien decidiera reeditar Ciudadano Kane sustituyendo todos los planos en profundidad de campo por primeros planos: técnicamente posible, quizás incluso más «moderno», pero completamente ajeno a lo que hacía funcionar la película original. Kojima no eligió esa perspectiva por limitaciones técnicas sino porque entendía que el tipo de historia que quería contar—sobre vigilancia, sobre estar siempre observado y observando, sobre la paranoia inherente al mundo del espionaje—funcionaba mejor cuando el jugador ocupaba esa posición ligeramente voyeurística del espectador omnisciente.
Lo más desconcertante de todo este proceso es la sensación de estar ante un ejercicio de arqueología realizado por personas que entienden perfectamente los artefactos que están desenterrando, pero que han perdido por completo el contexto cultural que les daba significado. Delta es un remake hecho por gente que ama Metal Gear Solid 3, pero que no parece entender por qué lo ama, que confunde los elementos superficiales —la historia, las mecánicas, los personajes— con la esencia que los animaba. Es como esos restauradores de iglesias medievales que repintan los frescos con colores brillantes porque creen que así es como se veían originalmente, sin entender que la pátina del tiempo no era un defecto a corregir, sino parte integral de la obra.
Publicidad
El resultado es algo que se sitúa en una zona inquietante entre la fidelidad y la traición, entre el homenaje y la profanación. Delta no es lo suficientemente diferente como para justificar su existencia como reinterpretación, pero tampoco es lo suficientemente igual como para funcionar como preservación. Es un juego que existe en una especie de limbo ontológico, técnicamente superior al original en casi todos los aspectos medibles, pero incapaz de generar las mismas respuestas emocionales que hacían de MGS3 una experiencia transformadora.
Quizás el problema de fondo es que estamos ante una industria que ha aprendido a replicar los elementos superficiales de sus propios clásicos, pero que ha perdido la capacidad de entender qué los hacía especiales más allá de sus mecánicas y narrativas. Metal Gear Solid 3 no era importante solo por lo que contaba, sino por cómo lo contaba, no solo por sus ideas, sino por la manera específica en que esas ideas tomaban forma a través de las posibilidades y limitaciones de su hardware. Era un juego que respiraba con el ritmo de su época, que hablaba el idioma visual de la PlayStation 2, que aprovechaba cada recurso disponible para crear algo que no podría haber existido en ningún otro momento ni en ninguna otra plataforma.
Publicidad
Delta, por el contrario, es un juego que podría haber sido hecho en cualquier momento de los últimos cinco años utilizando cualquier motor gráfico moderno por cualquier estudio con suficiente presupuesto y competencia técnica. No tiene esa urgencia específica, esa personalidad irreductible que surge cuando un equipo creativo aprende a trabajar con limitaciones concretas y las convierte en parte de su vocabulario artístico. Es competente, pulido, técnicamente impresionante, pero carece por completo de esa cualidad esquiva que los japoneses llaman mono no aware y que podríamos traducir como la belleza melancólica de las cosas pasajeras.
Al final, después de ver los créditos por enésima vez, no puedo evitar preguntarme para quién está hecho realmente este juego. Para quienes jugamos el original, Delta se siente como una versión empobrecida de nuestros propios recuerdos. Para quienes se acercan por primera vez a la historia de Snake, se siente como un artefacto descontextualizado, técnicamente competente, pero privado de esa magia específica que convertía cada momento del MGS3 original en algo memorable. Es un juego atrapado entre dos audiencias sin satisfacer completamente a ninguna de las dos, un fantasma con la cara demasiado nítida para ser verdaderamente inquietante.
Publicidad
Quizás esa sea la lección más melancólica que se desprende de Metal Gear Solid Delta: que hay ciertas obras que pertenecen tan irremediablemente a su tiempo y a su contexto que cualquier intento de actualizarlas las condena a convertirse en simulacros de sí mismas. No es que Delta sea un mal juego —sigue siendo MGS3, después de todo—, pero es una versión desdentada, domesticada, privada de esas imperfecciones y rugosidades que le daban carácter. Al final, uno no puede evitar sentir que habría sido más honesto, y más valiente, dejar que el original envejeciera con dignidad en lugar de someterlo a esta cirugía cosmética que lo deja técnicamente rejuvenecido pero espiritualmente vacío.
Accede todo un mes por solo 0,99€
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión