El día que visité a Astérix
El Piscolabis ·
Esta maldita pandemia no nos deja despedir a los seres queridos incluídos a los que nunca conocimosJon Uriarte
Sábado, 28 de marzo 2020, 01:23
«Es para mí». Fueron las tres palabras que sirvieron como respuesta cuando el librero me preguntó si quería envolverlo para regalo. Y acto seguido, ... me lanzó una mirada cómplice. De esas que dicen yo también lo compré. Porque el tebeo, prescindo a propósito del eufemismo cómic, es un refugio al que acudo cada vez que puedo, que no es todo lo que quiero. Por eso, saber que el corazón del maestro Uderzo ponía el punto final a su vida me ha llevado a abrir una de sus aventuras en tinta. Unos son de Tintín. Y lo entiendo porque lo merece. Pero otros somos de la tribu de cierta aldea de la Galia. Allí donde el espíritu de sus gentes y una poción mágica convirtieron a una aldea en el quebradero de cabeza del mismísimo César. Si son de los míos entenderán que algunos, en estos tiempos donde no se puede ni despedir al que se va con una mínima decencia, necesitamos una cena en torno a las hogueras. Esas que nos decían hasta la próxima en la última viñeta. Y entenderán también que hoy recuerde aquella vez que busqué las huellas de Astérix y Obélix, en los primeros balbuceos del siglo XXI.
Era un viaje tan imprevisible como el viejo escarabajo que nos llevaba. No era de a. de C., pero casi. Y por tanto, precioso y bravo. Nos llevó, con el tapón del aceite roto y el motor de arranque en modo bromista. Quizá la mejor forma de subir por la hermana Iparralde, la hermosa Aquitania, parar en La Rochelle que inspiró a los mosqueteros de Dumas y seguir hacia Bretaña. Buscaba, entre ostras y cervezas huellas de jabalíes o restos de menhires. Pero nada. Salvo en Carnac. Pero no estaba el gigante de los pantalones a rayas azules y blancas. Así que seguimos el viaje. Tampoco encontramos huellas de la famosa pareja entre los canales y molinos de agua de Pont Aven. Y eso que su puerto podría ser buen lugar para que el bardo Asurancetúrix sacara su lira. Así que recogimos el petate, terminamos con los moules frites que quedaban y seguimos adelante. Al llegar a Vannes pregunté por los druidas. Y me señalaron hacia el norte. Así que llegue a Lorient y dormí en Quimper. Nos impresionó Concarneau. Pero un pueblo en una muralla nacida para protegerse de los piratas, siendo una maravilla sobre el mar, no sería propio del pueblo de Abraracúrcix. Brest es una punta tan extrema que podría ser el lugar donde estaba la aldea. Pero no. Así que sacamos el mapa y recorrimos cada rincón de la Bretaña francesa. Hasta que en Dinan, alguien nos dio una pista.
Fue en una taberna ubicada en un rincón de una plaza bajo un puente. La casa que la acogía parecía que fuera a derretirse hasta fundirse con la acera. Un gran ventanal dejaba entrar la brisa de aquel mediodía de agosto hasta la esquina de la barra en la que decidimos anclar las piernas. En la otra esquina un tipo pegado a un gran bigote nos miraba con evidente interés. A la segunda ronda ya estábamos compartiendo tertulia. Era un veterano marino y había frecuentado tantas aguas como mujeres con nombre de puerto. «¿De haber existido, dónde estaría la aldea de Astérix?», pregunté con la confianza que da una tercera ronda. «Existe. No se ve. Pero está. Para ello tenéis que acercaros a Saint Malo», respondió mientras se atusaba un bigote que me pareció más familiar que al principio de conocernos. Sonrió, se despidió y desapareció. No hace falta decir que partimos de inmediato hacia el lugar indicado.
Las murallas no eran de recios troncos. Sino de piedra. Y las casas no parecían del material de los tebeos. Eran robustas y, siendo hermosas, menos bucólicas. Tampoco encontramos la aldea imaginada por Goscinny y Uderzo. El hombre de la pluma hábil que creó a Astérix murió hace muchas lunas. Y ahora lo ha hecho quien le dio cara y color. Un infarto ha puesto el punto final. Los personajes seguirán. Porque ya son eternos. Pero no puedo evitar pensar algo. Se han llevado el secreto a la tumba. Nunca desvelaron el lugar en el que imaginaron estaría la aldea de los irreductibles galos y la poción mágica. Quizá, porque sabían que da igual. Ese lugar existe en nosotros. En todas y cada una de las personas que viajaron a través de sus páginas junto a dos amigos y un perro. Personajes de un ayer que duerme en cajones de casas paternas. O no. Hace tiempo que necesito regresar a mi niñez. Y en sábados como este, abro un álbum de Astérix de los que tengo en casa y me dejo llevar. Maestro Uderzo, se nos ha ido en un infame momento. Todos lo son, pero este no permite salir hacia Bretaña para buscar, una vez más, la olvidada aldea de nuestra infancia.
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