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Los humanos tenemos la necesidad de poner nombre a todo. Y, con el tiempo, ser cada vez más precisos. Pero no siempre acertamos. Es lo ... que está ocurriendo con la palabra neurodivergencia, que está muy de moda pero no todo el mundo sabe realmente qué quiere decir. Se trata de un concepto que se acuñó hace muy poco, en los años 90, gracias a la socióloga Judy Singer.
Su objetivo es englobar una serie de trastornos «a los que se les quiere quitar el estigma social» de ser considerados algo «patológico», explica Diego Emilia Redolar, profesor de Neurociencia de la UOC. Pero que tienen en común algo: un cerebro que funciona de manera distinta a lo que es habitual. Y aquí ese distinto no es sinónimo de mal. Hablamos de quienes sufren dislexia, acalculia, TDAH y autismo, principalmente.
Eso de que su sistema nervioso funcione de manera diferente, además, no es una proyección, sino algo físico: se ve. «En Neurociencia estudiamos y utilizamos las técnicas de neuroimagen que nos permiten ver las redes neuronales y cómo se activan cuando la persona hace una determinada tarea», prosigue Redolar. Y a través de ellas observan, por ejemplo, que en las personas que sufren TDAH la corteza prefrontal dorsolateral funciona por debajo de lo habitual o que las personas con cierto grado de autismo tienen que usar más áreas cerebrales para hacer distinciones entre uno mismo y otras personas, algo que afecta a las interacciones sociales.
Con el concepto de neurodivergencia se quiere combatir la imagen de 'raritos', torpes o discapacitados que en muchos casos arrastran los diagnósticos. Porque aunque estas personas sí presentan dificultades en determinadas situaciones, no las tienen en otras, para las que pueden ser incluso brillantes. Ahí están casos como el cineasta Nacho Vigalondo, el actor Anthony Hopkins, el empresario Richard Branson...
Ahora bien, neurodivergente no es un adjetivo que se pueda usar tan a la ligera como últimamente ocurre, sobre todo en redes sociales. «Ni es sinónimo de neurodiversidad», apunta Maite de Miquel Balmes, abogada y asesora legal de familias neurodiversas. Este último concepto es más amplio, abarca realmente a cualquiera que no funciona de la manera típica, «pero que tiene las herramientas para adaptarse al mundo y una vida normalizada», señala la experta. En cambio, «un neurodivergente es aquel que tiene un diagnóstico de trastorno de neurodesarrollo. No es un concepto informal», precisa.
«El concepto de neurodivergencia es una buena idea con un mal nombre que se ha convertido en un movimiento social confuso», aporta Marino Pérez, psicólogo clínico y catedrático jubilado de la Universidad de Oviedo. Para él, es positivo al ofrecer «una alternativa en términos de variación natural de las personas a la noción de enfermedad o trastorno mental indicativa de una supuesta patología o anormalidad». Sin embargo, «ahora funciona como un paraguas» demasiado amplio.
En redes hay muchos mensajes de personas que se autodiagnostican como tal. «Se ha convertido en tendencia. Cualquiera se puede declarar neurodivergente por cualquier particularidad que quiera destacar», critica Pérez, que lo contextualiza dentro de un creciente «narcisismo»:«No se lleva ser normal ni pasar debajo del nivel del radar». Esto hace un flaco favor a quienes de verdad lo son, coinciden los expertos.
«Si tienes la sospecha de que puedes serlo, lo mejor es acudir a fuentes fiables para informarte», recomienda De Miquel y, luego, seguir los pasos necesarios para recibir ese diagnóstico, que pasa por ir al médico de cabecera, a neurólogos, a psiquiatras y a psicólogos. Estos se encargarán «a través de las pruebas necesarias» de detectar el trastorno que se sufre, «ya sea autismo, TDAH, discalculia, síndrome de Tourette...», describe la neuropsicóloga de IMQ Alazne Gojenola. No será cosa de un día o de una sesión. Es un proceso más largo y detallado.
Maite de Miquel recibió su diagnóstico de TDAH hace 4 años, con 39. También es disléxica. «Así que sí, yo soy neurodivergente», admite esta abogada de familia especializada en neurodiversidad. Llegó hasta él tras la maternidad. Su hijo mayor también tiene esta condición y al acompañarlo durante las diferentes consultas, pruebas y en la terapia se identificó en muchas cosas.
«Al principio, cuando te lo dicen, sientes alegría. Te vienen las respuestas a muchas preguntas que te has hecho durante toda la vida», reconoce. Y también anula esa visión de incapacitados que persigue a muchos neurodivergentes. «Pero luego empieza otro trabajo: el de conocerte y aprender de cero a rehacer tu vida y tu forma de pensar. Hay una lucha personal muy importante porque tienes unas creencias erróneas». Una de ellas, que le ha perseguido desde la niñez, era la de ser «pesada» y «tonta». «Para esto es muy necesario hacer terapia, tener acompañamiento psicológico y terapéutico», prosigue.
De ahí que defienda la necesidad de que se valore y reconozca el concepto de neurodivergencia en vez del de discapacidad, «que es el que maneja la Administración». «Lo que transmiten así es algo negativo y da inseguridad. Yo no soy una enferma, tengo una condición», señala. Y con esa idea trabaja día a día en su despacho de abogados.
Pese a todo, también es reacia a escudarse detrás de las etiquetas, y da igual si es TDAH, autismo, neurodivergencia... «Es algo que estoy aprendiendo gracias a la terapia y que intento transmitir a mis hijos: el diagnóstico no es tu vida ni una excusa para no mejorar o no intentar algo. Yo estudié Derecho, me costó, pero se puede. No quiero que nadie en estas circunstancias piense que no se puede», señala. Se trata de no cerrarse puertas uno mismo: «El diagnóstico tienes que conocerlo pero no creértelo. Tienes que saber tus dificultades, su origen, pero ser más que él. No tiene que cerrarte puertas y mucho menos limitarte».
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