Las trampas mortales de ETA
Sedales, linternas, pancartas, sujetadores... Los agentes de los Tedax han sido los más castigados por emboscadas de la banda terrorista como la que costó la vida a Enrique Martínez hace 30 años
Ayer se cumplieron 30 años. El 18 de marzo de 1992, el etarra Fernando Díez Torres descuelga el teléfono a las diez de la noche ... y realiza dos llamadas. Una, al cuartel de la Guardia Civil en la localidad catalana de Mongat. Otra, al RAC de Cataluña. Cuenta lo mismo en ambas comunicaciones. Que han abandonado un coche bomba en la carretera que une Llisá de Munt y Granollers y que el propietario de ese vehículo ha sido encerrado en el maletero de otro vehículo, un Fiat Uno que han dejado estacionado en la calle Jacint Verdaguer. Era una trampa. Una de las muchas que utilizó ETA con los artilugios más diversos. Con ellos intentaba matar en el mismo lugar del atentado o en sus inmediaciones.
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La Guardia Civil acudió a liberar a ese ciudadano que creían encerrado en el maletero, una práctica habitual cuando la banda robaba un vehículo. Un cabo de los Tedax, Enrique Martínez Hernández, fue el primero en aproximarse. Cuando estaba muy cerca, el vehículo estalló. La onda expansiva le provocó la muerte, que se certificó unos minutos después de la medianoche.
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La búsqueda de esas carambolas macabras hizo que con el tiempo surgieran bombas lapa dobles. Una que se podía desactivar de un modo rutinario y otra oculta, pensada para matar al artificiero. A partir del 13 de abril de 1984, cuando la banda asesinó a tiros al empresario navarro Jesús Alcocer, los etarras decidieron convertir el vehículo robado que les había servido para huir en un coche bomba trampa. En el caso de Alcocer fue un Renault 18 que abandonaron en el instituto de Ermitagaña. Lo localizaron dos policías, Juan José Visiedo y Tomás Palacín. Cuando se acercaron a examinarlo, explotó en su interior una bomba de 15 kilos de Goma 2 y ambos murieron. Fue activada por una mujer, vestida de monja, que estaba en los alrededores, la etarra Mercedes Galdós. Aquello empezó a ser algo habitual a partir de ese día. La explosión del turismo de la huida era un modo eficaz de eliminar huellas, destruir pruebas y causar más muertes o daños.
El coche bomba era la emboscada más habitual y mortífera pero ETA utilizó a lo largo de su historia muchas trampas y de lo más diversas. EL CORREO desvela hoy algunas que resultan inéditas. Son imágenes exclusivas ya que estos artilugios no habían visto la luz hasta ahora y han sido conservados por la Guardia Civil en su cuartel de La Salve.
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Uno de los objetos más habituales abandonados en el lugar de los atentados eran las linternas de petaca listas para explotar
Entre ellos, una linterna de petaca, manipulada para cargarla de explosivos, que fue abandonada junto a una torre de Iberdrola atacada y que estaba pensada para los policías que acudieran a inspeccionar la zona. Estos aparatos se convirtieron en algo tan habitual que los agentes las llamaban 'cazabobos'.
En algunas ocasiones, el engaño estaba mucho más trabajado. El 15 de diciembre de 1984, la Guardia Civil recibió una nota manuscrita con un croquis. «Camino monte Lemona-Belatxikieta como indica el mapa. A 200 metros de pasar el caserío, primera desviación a la izquierda, subiendo unos 20 metros hay una bolsa blanca en un pino. Siguiendo el sendero, a unos 30 metros, hemos dejado ejecutado un chivato en el lugar donde marca el aspa». El dibujo permitía llegar fácilmente llegar hasta el lugar, pero despertó todas las sospechas.
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Con un perro adiestrado
El subteniente de los tedax de la Guardia Civil Alfonso Manso recuerda que «desde el primer momento sabíamos que nos encontraríamos algo. Hasta el camino vamos tranquilos, luego cuidado». Les acompañaba un perro adiestrado para detectar explosivos. «Nada más llegar, se acercó a un árbol y se sentó para señalar el lugar. Lo hizo dos veces». En el suelo, junto a la base del árbol, se veía un sujetador abandonado entre unas ramas. «Soplamos para quitar un poco la hojarasca y encontramos un cable negro que se metía en un tronco muy oscuro. Dentro estaban los dos kilos de explosivos envueltos con cinta negra», recuerda. Si lo hubieran recogido, no habrían podido contarlo.
Los sedales que activaban bombas costaron la vida a varios desactivadores
Uno de los grandes problemas para los Tedax es que nunca saben si el trabajo está completamente terminado. «Un rato después, durante la inspección por los alrededores, apareció muy cerca de allí un transistor. Estaba manipulado para estallar si le dabas al botón de encendido», cuenta Manso, miembro de la séptima promoción de los Técnicos Especialistas en Desactivación de Artefactos Explosivos. Muestra una foto de aquella quinta que retrata el peligro. Aparece Enrique Martínez, el guardia civil que murió en Llissá de Munt, que fue compañero de su promoción, y no es la única baja. Hay varios heridos graves, uno que perdió un ojo y otro que se quedó prácticamente sordo. En el equipo donde Manso trabajó 15 años, los tedax de Bizkaia, también perdieron a algunos compañeros.
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La fecha
1975Tanto la Guardia Civil como la Policía Nacional crearon sus Tedax en ese año. Una veintena han muerto en acto de servicio.
«El taller de la muerte»
«Después de un ataque con granadas siempre actuábamos como si el terreno tuviera trampas, porque solía tenerlas», rememora. Era habitual que encontraran sedales colocados en el suelo que podían costar la vida a quien tropezara con ellos. En 1978 el guardia civil José Antonio Ferreiro murió en Vitoria al pisar uno y su compañero José Luis Veiga sufrió la misma suerte en Alegría en 1984. Cualquier objeto era un peligro en potencia. ETA había demostrado desde los años 80 que esconder una bomba en un libro o una cinta de vídeo era sencillo. Normalmente las enviaba por correo y, otra veces, los dejaba abandonados en zonas de inspección obligada.
La banda utilizó incluso la ikurriña, durante los años en que estuvo ilegalizada por la dictadura, para esconder bombas como la que mató en 1976 al guardia civil Manuel Vergara. Años después, los explosivos se ocultaron detrás de una pancarta con el logotipo de la banda y una diana con un tricornio dentro, como sucedió en Leitza en 2002. Murió Juan Carlos Beiro.
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El museo del horror de esta disciplina fue descubierto en 2002 en Serres-Castet, a las afu eras de la localidad francesa de Pau. Era un piso franco abandonado por la banda tras un golpe policial en el que impartían cursos para «una nueva generación de bombas». Había explosivos instalados en cualquier parte: en reposacabezas de turismos, en el interior de señales de tráfico, en macetas, en alforjas de bicicleta y en jardineras. Había maletas con tubos de PVC diseñadas para lanzar granadas. Mariano Rajoy, entonces ministro del Interior, lo llamó «el taller de la muerte».
Eran dispositivos tan avanzados que levantaron sospechas. Una de las primeras pistas para la Gendarmería fue la compra reiterada de abundante material tecnológico, como detectores volumétricos. Los artefactos de aquel taller fueron inutilizados antes de que costaran vidas. Con otros, no hubo tanta suerte.
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El Defensor del Pueblo alerta de los cientos de crímenes sin resolver
Ángel Gabilondo presentó ayer su primer informe anual como Defensor del Pueblo y destacó que «los derechos a la verdad y a la justicia de las víctimas de ETA no están completamente satisfechos porque hay centenares de asesinatos sin resolver». El documento insta a los poderes públicos a «ofrecer a las familias toda la información disponible y trabajar para aclarar todos los crímenes no resueltos». Y señala que «el sistema judicial debe facilitar los enjuiciamientos», lo que avalaría el procesamiento de los responsables de la banda por los delitos cometidos bajo su dirección. Gabilondo muestra también su preocupación por «el dolor y humillación que suponen para las víctimas» los 'ongi etorris'.
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