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Hace poco, pisaban un charco en un programa de Radio Euskadi: el de la inmigración. Tomaban las palabras del sociólogo Xabier Barandiaran para explicar que ... los flujos migratorios eran uno de los factores que estarían produciendo un cambio de posicionamiento respecto a la comunidad política. Acertaba encuadrando ahí el fenómeno social, cultural, político y económico que es la inmigración. El mismo Otegi, sin salirse de este charco, hablaba de los derechos y obligaciones de toda persona que forme parte de la comunidad, sin importar su origen.
Desde la explosión decimonónica de los nacionalismos de las potencias europeas, los vascos hemos tenido que amoldarnos a numerosas situaciones históricas para seguir siendo lo que siempre hemos sido: una comunidad (también) política, que ha perdurado, en muchas fases, sin instituciones públicas propias. Comunidad que, a partir de un momento, se autodefinió, abiertamente, como «nación», término de consenso en la actualidad.
Con una geopolítica a múltiples bandas, con diferentes estados y niveles territoriales implicados, esta trayectoria de «supervivencia nacional» sugiere no tanto una forma de ser (que, quizá, también), sino, más bien, una forma de hacer. No sin dificultades, pero con notables éxitos dadas las adversidades estructurales (seamos optimistas por una vez), nos hemos empeñado en incorporar al diferente como forma de existencia, haciendo frente a realidades diglósicas, asimétricas y proyectos de minorización que aún existen, no lo neguemos, hoy en día.
Según el último EiTB Focus, el debate sobre la inmigración llama a nuestra puerta en el mismo momento en el que la comunidad política de la CAV está exigiendo más autogobierno. Si el encuadre de la cuestión es importante, podemos considerar esto una bendición. La hibridación cultural inevitable de nuestra realidad nacional nos obliga a ser radicalmente constructivos.
Desde esta perspectiva, la cuestión tan poco posmoderna de la «identidad» (que no las «identidades»), entendida como la realidad común que entre diferentes generamos, adopta un renovado sentido, incluso enfocándolo desde un utilitarismo oportunista: que nos sintamos y seamos, desde el irrenunciable principio a la igualdad, parte de una misma comunidad política y afectiva es la mejor inversión que realizar.
Por eso, una de las amenazas a las que nos enfrentamos es la tendencia reaccionaria que, también desde posiciones supuestamente universalistas y progresistas (un clásico), pretende utilizar nuestras fortalezas más prometedoras para esa hibridación comunitaria, como la cultura o el idioma, para generar división y enfrentamiento en lugar de entendimiento y complicidad.
El desenlace de esta tensión entre reacción y construcción dependerá de que decidamos bien cuál es el charco que realmente pisaremos, no vaya a ser que nos metamos en el equivocado.
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