Resulta un tanto inquietante que, al matizarse a sí mismo nada menos que cinco días después de haber incendiado el debate político con su apoyo ... a los jóvenes «antifascistas», Pablo Echenique haya negado que lo de su famoso tuit fuese un calentón. Y es inquietante no porque no resulte verosímil, que lo es: en el reparto de papeles de la formación morada el portavoz parlamentario siempre ha tenido como misión dar candela y representar las esencias antisistema de la sigla.
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Provoca inquietud porque, si efectivamente no fue un arrebato sino una reflexión meditada, llegó en el peor momento: a las 21:18 horas del miércoles 17 de febrero, cuando las protestas por el encarcelamiento del rapero Hasél ya empezaban a degenerar en disturbios violentos. Se mire por donde se mire, el apoyo de un partido de gobierno en esos momentos a los manifestantes, poniendo el énfasis además en la justicia de la supuesta lucha, solo podía servir de amplificador. Y así estamos, con una semana de incidentes a las espaldas, centenares de heridos y detenidos y cientos de miles de euros en pérdidas.
Pero hay, quizás, otra parte de su intervención ayer en la televisión pública aún más reveladora, aquella en la que Echenique denuncia el «debate falso» generado en torno a los disturbios, al ignorar, según la interpretación de Podemos, las «anomalías democráticas» que han empujado a los alborotadores a la calle. Es decir, como si ellos, los morados, fueran el sabio que señala a la luna (el paro juvenil, la precariedad del empleo, la dureza del Código Penal con los delitos de injurias) y todos los demás, incluidos los «poderes mediáticos» a los que reprochan que desvíen el foco de lo sustancial, los necios que miramos el dedo (los contenedores quemados, los escaparates rotos, el pillaje, los negocios arruinados, las tácticas de guerrilla urbana organizada, la violencia gratuita).
Esa matización obedece, exclusivamente, a intereses políticos y partidistas, a la necesidad de no desconectarse de su base más 'antifa' y radical y de no quedar diluidos por su entrada en el Gobierno. Y está medida al milímetro: no tiene coste real, en principio, porque Pedro Sánchez estaría maniatado por su propia minoría y no tendría más remedio que soportar al socio díscolo. Un socio que ejercería a su vez de elemento tractor y aglutinador de otros apoyos clave, como, sobre todo, ERC y EH Bildu.
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De ahí que la reacción de los partidos vascos a los altercados violentos en Bilbao se haya visto 'secuestrada' también por el perverso debate terminológico en el que algunos llevan enredados toda la vida, obviando que la violencia es violencia aquí y en Sebastopol. La izquierda abertzale y los morados, que han visto atacada su propia sede en Durango, emplearon la palabra «rechazo»; Urkullu prefirió «contundente condena». Curiosamente, el mismo término, contundencia, que eligió Pedro Sánchez para romper su silencio. ¿Casualidad? No lo parece. Más bien, necesidad compartida de marcar distancias entre los socios de la investidura. De dejar claro quién señala a la luna y quién mira el dedo.
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