Callejeando por Santiago de Chile, una ciudad con 250 ópticas
Javier Sagastiberri
Lunes, 29 de julio 2024, 00:15
El vuelo desde Madrid dura trece horas, pero no se me hace demasiado pesado. Tengo un asiento con un poco más de espacio para las piernas y paso la noche durmiendo.
El taxista que me acerca al hotel me comenta que hay mucho apellido vasco en Chile. No puedo evitar pensar que Pinochet se apellidaba Ugarte. Por suerte, ese señor ya es historia.
El hotel Almacruz, en la calle San Antonio, está muy céntrico, pues se encuentra cerca de la Avenida Libertador Bernardo O´Higgins, también conocida como La Alameda, y a tres o cuatro cuadras, así denominan en Latinoamérica a las manzanas de edificios, de la Plaza de Armas. Compruebo en el plano que me han entregado en el hotel que tampoco está muy lejos de la Plaza de la Constitución. Dejo la maleta en la habitación y, como faltan todavía unas horas para comer, decido callejear sin rumbo determinado por el centro de la capital. Prefiero renunciar a la visita de alguno de los edificios o rincones turísticos señalados en las guías que a este vagar azaroso, en el que observas a la gente con la que te cruzas, examinas los escaparates de las tiendas y te concentras en las curiosidades que nunca has visto en tu tierra, pues sirve mucho mejor al objetivo del viajero, que desea ante todo tomarle el pulso a la ciudad.
Perpendiculares a la calle San Antonio, las vías que recorro tienen nombres religiosos, como Santo Domingo, Monjitas o Agustinas. Observo en el plano que las zonas verdes más características también tiran de santoral: el Cerro Santa Lucía y el extenso Cerro San Cristóbal, que decido visitar en la mañana del siguiente día. No es extraño que las direcciones principales tengan nombres religiosos; leo que todavía, en 2024, la Iglesia Católica tiene un poder enorme, ese poder que tanto añoran nuestros obispos españoles y que han ido perdiendo paulatinamente.
Me sorprende el enorme número de galerías comerciales, algunas con aspecto muy cutre, como de barriada, y otras más modernas, similares a las galerías de nuestros modernos centros comerciales. En todas ellas, decenas de minúsculos locales dedicados a la venta de gafas graduadas. En cada uno de estos negocios, un solo dependiente aguardando pacientemente a una clientela que tampoco se prodiga tanto como para explicar esta eclosión. Me resulta casi surrealista: ¿cómo han podido nacer a la vez tantos negocios iguales ocupando los mismos pasillos de estas galerías? Los precios que se muestran en los escaparates me parecen de un importe ridículo para lo que se acostumbra en mi país. Resulta casi imposible decidirse por entrar en una tienda u otra, me siento como el asno de Buridán. Acabo superando la maldita indecisión y entro en un local donde una chica joven me saluda con amabilidad. Voy directamente al grano: soy miope y quiero unas gafas de sol graduadas para protegerme de la luz que refleja la nieve que me espera en el verano antártico. La dependienta mide la graduación de las gafas que llevo puestas, me indica que necesito un índice 4 de protección. Me muestra varias monturas y escojo una parecida a la que llevo. Me presupuesta todo en un importe que al cambio no supera los 36 euros y me dice que estarán a mi disposición para las cinco de esa misma tarde. Consulto la hora: son las doce del mediodía. Le entrego la mitad del importe como adelanto y salgo de la tienda sin acabar de creérmelo del todo. Memorizo con atención la localización exacta del negocio y hasta le saco una foto, pues soy consciente de que si no presto atención puede que no encuentre el local entre las decenas de ellos. Es como intentar distinguir a una espiga de otras en un campo de trigo. Para mi tranquilidad, cuando vuelvo por la tarde me esperan las gafas adquiridas a un precio al menos diez veces más barato que en Bilbao.
Consulto en internet: hay al menos 250 ópticas en Santiago de Chile y casi todas se concentran en las proximidades de mi hotel. Durante la pandemia creció la demanda de lentes por el uso intensivo de pantallas en los hogares y las ópticas se adueñaron del centro de la capital. Estoy observando in situ los efectos de la mano invisible de Adam Smith. Recuerdo que durante la dictadura de Pinochet Chile se convirtió en un laboratorio para la aplicación de las teorías de la Escuela de Chicago. Se dio un proceso acelerado de desregulación y creo que todavía asistimos a sus consecuencias. Apuesto a que si regreso en tres o cuatro años se habrá producido un severo ajuste y no sobrevivirán ni la décima parte de las ópticas actualmente existentes.
Recorro con tranquilidad parte de la Alameda y encuentro un restaurante con buena pinta cerca de la Universidad Católica. Escojo un plato de pescado y una copa de vino blanco. El vino está bien, pero el pescado no me entusiasma. No voy a tener suerte con los restaurantes, a pesar de que creo que los hay bastante decentes en la ciudad.