Brujas en la boca del infierno
Zugarramurdi (Navarra) ·
Zugarramurdi es tierra de contrabando y también de leyendas negras trenzadas al calor de los akelarres, de siniestras cuevas donde la imaginación era fácil presa de las envidias y la ambiciónSecciones
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Zugarramurdi (Navarra) ·
Zugarramurdi es tierra de contrabando y también de leyendas negras trenzadas al calor de los akelarres, de siniestras cuevas donde la imaginación era fácil presa de las envidias y la ambiciónZugarramurdi está a un tiro de piedra de la frontera de Dantxarinea. Tierra de contrabandistas montaraces que burlaban la vigilancia de carabineros y 'douanières', unas ... veces cargados con alcohol y vituallas; otras con muebles, tabaco o personas que huían de la persecución. Pero si el pueblo ha destacado por algo es por los akelarres que las brujas oficiaban en sus cuevas de piedra caliza, un accidente geológico propio de suelos kársticos que forma parte de un sinclinal que se extiende desde Sara hasta Urdax. Zugarramurdi suena a brujas, a lamias y al basajaun, el eterno custodio de los bosques vascos: alto como un roble, fuerte como un oso y escurridizo como el agua que resbala entre las piedras hasta perderse en las entrañas de la tierra.
Hemos llegado allí remontando el Bidasoa, pasando por Etxalar, Elizondo y el puerto de Otxondo, en pleno Valle del Baztán, rodeados de praderías de un verde jugoso y caseríos grises con tejados de pizarra. El paisaje está salpicado de pacas de heno, de rebaños de vacas, de manchas forestales que parecen bullir de jabalíes, de corzos y ciervos. Las curvas se suceden hasta Urdax, pegadito a la muga, antiguo hospital de peregrinos a cargo de los canónigos de San Agustín; también tierra de cuevas armadas de estalactitas y estalagmitas congeladas en el tiempo.
A sólo diez minutos de allí se levanta Zugarramurdi, una inmensa oquedad excavada por una corriente de agua, la Regata del Infierno, a escasos quinientos metros del pueblo. Allí, en las profundidades de la tierra, todavía parecen sonar los ecos de bailes orquestados por el diablo, de conjuros que rebotan en las paredes calizas, de gritos que desaparecen entre el cascabeleo de los arroyos. De sanaciones inexplicables y videncias surgidas de la mente de chamanes y hechiceras.
El suceso que alimentó la leyenda se remonta a 1608, cuando una tal María de Ximildegui, una joven que había emigrado a Zugarramurdi desde Ciboure, afirmó haber contactado con brujas en la zona, bailado con ellas para disfrute del diablo y haberse untado el cuerpo con pócimas pecaminosas. Seguro que de haber venido al mundo cuatro siglos más tarde, aquella mujer habría pasado por curandera y hasta cobrado consulta. Pero no tuvo esa suerte. Su confesión, forzada tras la denuncia de varias vecinas del pueblo, hizo que se desplazaran hasta la zona los destacamentos de la Santa Inquisición.
Distancia Zugarramurdi está a 149 km de Bilbao y Vitoria, dos horas en coche por la A-8 hasta Biriatou y luego por la NA-4410
Un poco más al sur, en Arraioz, Jauregizarrea aguanta el embate del tiempo admirablemente. El palacio tiene una galería de madera con vistas al pueblo y a un pasado que no siempre fue amable. Aquí encerraban a las acusadas de brujería a la espera de juicios, entre horribles tormentos que a menudo escondían rencillas vecinales y pleitos por tierras. Juicios como el auto de fe de Logroño del 7 de noviembre de 1610, para el que se investigó a 300 lugareños de Elizondo, Urdax y Zugarramurdi, bajo la acusación de congeniar con las brujas. Muchos pagaron con su vida y a manos de la Inquisición los fervores de la época.
El juicio a las brujas de Zugarrarmurdi todavía es recordado por ser el que llevó al inquisidor Alonso de Salazar y Frías a considerar que sus hermanos en la fe se dejaban cegar con demasiada frecuencia por su obsesión con el Maligno; que no había peor herejía que la que llevaba a condenar en la hoguera a gente inocente, cuando no aquejada de alguna enfermedad mental, un exceso de imaginación o la pura y llana envidia.
Y es que, después de ser cómplice de la quema de once inocentes en la hoguera, este religioso -incapaz de conciliar con el sentido común tanto relato de brujas volando y volviéndose invibles- emprendió una investigación que a punto estuvo de ponerle a él mismo bajo sospecha. Tres años para desvelar que ninguno de los condenados era un hechicero, conclusión que más allá de aliviarle la conciencia, no debió depararle muchas felicitaciones. Aquel no era país para valientes, como demuestra que el Santo Oficio siguió operando con impunidad hasta 1834.
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