Virtudes pequeñas, grandes soluciones
En la primavera de 2011, una cadena de penalidades azotó la ciudad japonesa de Fukushima. A consecuencia de un terremoto de 8,9 grados en ... la costa noroeste del país se desató un tsunami con olas de hasta 40 metros que, además de devastar el litoral de la región de Tohoku causando cerca de 20.000 muertos, provocó el peor desastre nuclear de la historia después del de Chernóbil en 1986. Tendrán que pasar décadas para que se borre el rastro dejado por aquella catástrofe sobre el territorio y las personas, pero entretanto una parte de la población ha logrado reconstruir algo semejante a un vida en comunidad. Así lo cuenta el pensador y periodista Michael Ignatieff en 'Las virtudes cotidianas. El orden moral en un mundo dividido' (Taurus, 2018), donde reflexiona a partir de visitas recientes a diversos lugares depauperados por unas u otras causas. De Bosnia a Myanmar, de las favelas de Río de Janeiro a los violentos suburbios de Los Ángeles, de la arrasada Fukushima a las bolsas de pobreza en Pretoria, Ignatieff rastrea en el tejido de las comunidades buscando el porqué de su supervivencia a pesar de los pesares. Y llega a una conclusión: lo que les ha salvado son las 'virtudes cotidianas'. En ellas los vecinos y los administradores no se han planteado grandes metas inspiradas en valores supremos ni han urdido planes grandiosos dibujados en retóricas de alto vuelo. Se han limitado a cultivar a pequeña escala una serie de hábitos virtuosos para ir tirando, por así decirlo, de tal modo que han logrado incrementar el nivel de confianza entre los miembros de la comunidad y han permitido que sus gentes salgan adelante.
Lo que nos salva no son las grandes formulaciones dichas desde el púlpito, sino los pequeños detalles que, aunque precarios, dan sentido y decencia a nuestras vidas, sostienen Ignatieff. Hablamos de virtudes sencillas como la tolerancia, la capacidad de perdón o la resiliencia cuando vienen mal dadas. La propuesta de Ignatieff consiste en la construcción de un 'sistema operativo moral' sostenido en virtudes cotidianas que, aceptando la imperfección y quitando importancia a los inevitables errores en su puesta en práctica, cree mundos a pequeña escala hechos de «interacciones diarias y cara a cara por medio de las cuales los desconocidos llegan a confiar los unos en los otros, se hacen favores, aprenden a aceptar las diferencias y, en ocasiones, cuando sobreviene la desgracia, muestran su resiliencia uniéndose». La estabilidad no nos vendrá dada por una globalización que lleva tiempo mostrándonos sus fracturas, ni por unas utopías que a nadie convencen salvo a sus beneficiarios inmediatos, sino por aquello que rige en el mundo más pequeño e íntimo de la familia, el barrio y la esquina.
«La virtud no consiste en hacer grandes cosas, sino en hacer bien las pequeñas»
Michel de Montaigne
Pero no hay que caer en la ingenuidad de considerar estas virtudes menores libres de defectos y carencias. Las virtudes cotidianas «libran una batalla a perpetuidad con los vicios cotidianos», entre estos la avaricia, la corrupción, la intolerancia, el odio y el deseo de venganza. De ahí la necesidad de que el equilibrio sea garantizado por unas instituciones también virtuosas que nos permitan comportarnos decentemente los unos con los otros. Ignatieff explica que en cada uno de los lugares descritos en su libro encontró virtudes muy semejantes, pero que en todos los casos presentaban una especie de estilo local, un arraigo específico que las hacía peculiares. Por ejemplo, la resiliencia de los habitantes de Fukushima no fue una respuesta surgida de la nada a la irrupción súbita de la tragedia, sino que estaba forjada durante generaciones por agricultores y pescadores acostumbrados a enfrentarse los rigores del mar y las inclemencias del tiempo.
Entonces, si nuestras lealtades son locales, ¿habría que reivindicar lo local como pauta y panacea? Nuestras identidades como seres humanos, prosigue Ignatieff, siguen siendo locales, y las justificaciones que ofrecemos para nuestra vida moral no van destinadas al conjunto de la humanidad sino a las personas de carne y hueso que conocemos y de las que nos preocupamos, «aquellas que forman el público del pequeño teatro de nuestras vidas». Late aquí una cierta renuncia al universalismo moral, una sensación de repliegue en el provincianismo de unas éticas parroquianas que renuncian al lenguaje universal de los derechos humanos y las aspiraciones globales para refugiarse en el narcisismo de las identidades. Si solo caben las respuestas morales pequeñas y reducidas al ámbito de la comunidad cercana, corremos el riesgo de excluir de nuestras consideraciones a todos cuantos no forman parte del círculo inmediato. La lealtad respecto a los propios tiende a dispensar de responsabilidad respecto de los demás. Aunque Ignatieff muestra cómo las sociedades exitosas, las que logran superar las crisis y evitar formas graves de violencia y desorden son las que se basan en prácticas sociales prosaicas, sería un error renunciar a la poesía de los grandes valores pensando que son cosa de otro tiempo.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión