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josé ibarrola

¡Vade retro, discriminación!

Resulta muy poco seria la idea de que distinguir entre vacunados y no vacunados equivale a obligar a hacer público algo que pertenece a la privacidad

Domingo, 28 de febrero 2021, 03:10

No es objeto de este artículo el asunto (relativamente sencillo desde el punto de vista legal) de si la autoridad sanitaria puede o no declarar ... obligatoria la vacuna para todos los ciudadanos. La respuesta afirmativa es clara en nuestro ordenamiento jurídico (Ley orgánica 3/86 de 14 de abril), pero que pueda no significa que necesariamente tenga que declararla así. Dependerá al final del juicio ponderado que haga esa autoridad acerca de si ello es necesario o no según la situación vaya evolucionando y la protección de la salud pública lo exija o no.

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Sí lo es, en cambio, esa duda permanente que alimentan los más variados portavoces acerca de si la limitación de derechos de acceso o movilidad a los no vacunados ni inmunes sería justificable. Se dice que tal cosa (por ejemplo, limitar la capacidad de viaje o de acceder a un evento público) sería una discriminación para con las personas que, bien por no haber tenido todavía acceso a la vacuna, bien por no querer vacunarse por su libre elección, no son inmunes a la enfermedad y son fuente de contagio posible para los demás. Y 'discriminación' es una de esas palabras tabú que no bien se pronuncia en una discusión cierra el debate de manera fulminante. Discriminar es odioso, punto.

Esta apelación al reproche de discriminación como llave mágica que cierra el debate antes de ser iniciado es llamativa por cuanto, si reflexionamos un poco, nos daremos cuenta enseguida de que vivimos en una sociedad plagada de discriminaciones personales y grupales. Los hombres y las mujeres son discriminados por su condición sexual, de manera que la ley otorga a las segundas un trato favorable en múltiples aspectos. Los ancianos que alcanzan cierta edad son discriminados por ella y se les puede impedir el acceso al trabajo remunerado. Los que poseen más recursos y oportunidades son discriminados fiscalmente y en materia de ayudas públicas. En algunos territorios españoles los monolingües son discriminados frente a los bilingües en el acceso al trabajo público. Y así podríamos seguir interminablemente, hasta el punto de concluir que, en realidad, gobernar una sociedad democrática compleja consiste precisamente en discriminar entre clases o grupos de personas atribuyendo a unas más o mejores derechos que a otras. Y que es lógico que así sea, porque ya Aristóteles enseñó que la justicia no consiste en tratar a todos por igual, sino en tratar igual a los iguales y desigual a los desiguales.

Al final, lo relevante no es la discriminación, que es universal, sino la causa que la justifica. O que lo pretende. Porque toda discriminación en derechos y oportunidades debe estar legitimada en una razón objetiva. A veces, la de corregir situaciones de desigualdad no libres, sino heredades de la contingencia histórica: discriminar para corregir injusticias. Y por eso aceptamos discriminaciones flagrantes porque, se nos dice, son discriminaciones 'positivas' que buscan establecer la igualdad allí donde la historia la impidió hasta ahora. Otras veces la discriminación nos parece tan 'natural' que ni la percibimos como tal (ricos y pobres), pero nace siempre de una realidad desigual. Y otras veces es más que discutible.

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Pues bien, si perdemos el miedo reverencial al término 'discriminación' y aceptamos esta como algo normal, lo que debe ser objeto del juicio es si está o no justificado por un valor superior el hecho de discriminar en el ejercicio de algunas libertades mínimas a quienes no han sido vacunados y, por ello, entrañan una amenaza para otros de sus ciudadanos. Sinceramente, la respuesta afirmativa me resulta tan intuitivamente obvia que no alcanzo a comprender cómo puede ponerse en duda. Se discrimina en poco a quienes, queriéndolo o no, son una amenaza deambulatoria para el conjunto social. El famoso y canónico juicio de Stuart Mill sobre la licitud de las intervenciones estatales coercitivas, el de atender si ello se hace para evitar un mal a los demás (el 'harm principle'), se cumple sin duda.

Es posible que los discriminados de momento sean personas que querrían vacunarse, pero no han llegado todavía a su turno; es decir, son contagiosos en contra de su voluntad. ¿Cambia ello el juicio? Entiendo que no, porque en realidad la discriminación está en el origen de esa situación, en el hecho real de que las autoridades están ya ahora mismo discriminando entre personas al vacunar a unas antes que a otras. Y esa discriminación está de nuevo basada en juicios razonables sobre cómo se evita el mal mayor ante una contingencia que nos impide la igualdad total.

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Además, resulta muy poco seria la idea de que distinguir entre vacunados y no vacunados sería tanto como invadir la esfera íntima de la persona y obligarle a hacer público algo que pertenece a su privacidad. Que ser portador virtual de un virus dañino para los demás sea algo íntimo es una sugerencia capciosa. En un mundo en el que las empresas saben más de nosotros que nosotros mismos, negar al Estado el derecho a saber si somos portadores objetivos de un virus socialmente dañino es puro artificio retórico.

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