José Ibarrola

¡Algo hará la Diputación!

Queremos, con razón, buenos servicios públicos, pero los pagamos con cicatería

Rafael Iturriaga Nieva

Consejero de la Comisión Nacional de los Mercados y de la Competencia (CNMC)

Domingo, 24 de agosto 2025, 00:04

El Athletic no siempre ha terminado la temporada de Liga con la brillantez a la que nos tiene acostumbrados en estos últimos tiempos. Hace unos ... años viajábamos con mi hijo preadolescente escuchando la radio matutina mientras el locutor comentaba el riesgo de que se produjera un catastrófico descenso. El silencio grave fue roto por el niño que, taxativamente, exclamó: «Imposible, algo hará la Diputación». La inocente y esperanzadora afirmación nos dejó estupefactos y nunca la olvidamos. Pasó al acervo léxico familiar de forma que, cuando nos encontramos ante un problema que parece difícil de resolver, hay alguien que recuerda: «Algo hará la Diputación».

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Esta historia ilustra la paradoja de que nuestra ciudadanía, un si es no es infantilizada también, desprecia y desconfía de la cosa pública, como señala el reciente estudio del CIS sobre opinión pública y política fiscal, al mismo tiempo que demanda todo lo habido y por haber de ella. Un 80% cree que no se invierte lo suficiente en ciencia y tecnología, un 77,1% afirma lo mismo sobre la sanidad y un 84,5% considera que se destinan muy pocos recursos públicos a vivienda.

Todos, las personas y las empresas. sostenemos al mismo tiempo, sin que nos cruja la columna, la conveniencia de bajar los impuestos y de subir las subvenciones y los contratos públicos. Y esto no puede ser. No podemos pedir al pescatero un bacalao grande… ¡que pese poco!

Criticamos, con razón, las ineficiencias, las burocracias y las corrupciones, pero desde una posición severamente hipócrita, exigiendo unos estándares que en modo alguno estaríamos dispuestos a cumplir personalmente. De hecho, no lo hacemos. Queremos (con toda razón) buenos servidores públicos, pero los pagamos con cicatería.

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Así, a tenor de esta encuesta, un 62% de las personas siente que las administraciones les devuelven en forma de prestaciones y servicios públicos menos de lo que pagan en impuestos. Esta creencia no puede sustentarse en la realidad. No puede hacerlo en términos macroeconómicos en la medida en que, año tras año, el conjunto de las administraciones públicas gasta todo lo que ingresa y más (déficit público).

Por otra parte, podemos suponer que el ciudadano de a pie no tiene una idea cabal de las prestaciones y servicios públicos que recibe. En general, la cuestión es difícil para todos, también para quienes trabajan directamente en el sector público, pero, además, no nos engañemos, a la gente le interesa poco, desgraciadamente cada vez menos, estar al día de las cosas del común.

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Eliminemos para empezar algunas grandes partidas. Por ejemplo, el pago de intereses y vencimientos de la deuda pública, que no es otra cosa que atender hoy a la satisfacción de los déficits que provocaron generaciones anteriores, como las venideras tendrán que cargar con los nuestros. Esto hay que pagarlo, aunque no se vea directamente. Y, por cierto, ese déficit no es, o no es siempre, un ejemplo de mala gestión. Si, por ejemplo, la Diputación tiene que realizar cuantiosas inversiones para construir una importante infraestructura viaria que habrá de durar muchos años, no parece sensato pretender que los vizcaínos se gasten de una tacada y contra el presupuesto del año lo necesario para construir algo que habrá de durar cien.

Por otra parte, sentimos vivamente, para bien y, sobre todo, para mal, el impacto de los servicios y prestaciones que nos afectan directa y personalmente. Si estamos jubilados, nuestra pensión nos parece escasa. Si enfermamos, nos angustian las listas de espera, o el ambulatorio abarrotado. Si nos roban… ¿dónde está la Policía cuando se la necesita? Si no tenemos niños, nos sobra la inversión en educación. Si somos jóvenes, no queremos cotizar y nos parece un despilfarro que los viejos se vayan con el Imserso. Sobre todo, no nos hace ninguna gracia que nuestros impuestos sirvan para equilibrar la vida de los que menos tienen y más necesitan. No nos gusta redistribuir.

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Todos miramos la realidad a través del espejo deformante de nuestros propios intereses. No es que seamos malos, somos, sencillamente, humanos.

Y si carecemos del altruismo suficiente como para valorar con similar criterio los objetivos de nuestras necesidades y de las necesidades de los demás, ¿qué diremos de los capítulos del gasto público que se diluyen en el amplio concepto del interés general? ¿Quién apaga los incendios forestales? ¿Quién vigila nuestras calles y provee de sanidad universal, de cultura, de servicios sociales, de defensa, si llega el caso? ¿Quién transporta la electricidad y el agua, protege nuestras fronteras y nos representa y asiste en el exterior? ¿Quién subvenciona con largueza a nuestros agricultores y ganaderos? ¿Quién paga hasta las fiestas? ¡El común! El problema es que, a nuestros ojos, como dice el refrán: «lo que es del común, es del ningún».

Pues no. Como proclamaba una brillante y extrañamente desaparecida campaña publicitaria de Hacienda: «No es magia, son tus impuestos».

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