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Dad al césar lo que es del césar y a Dios lo que es de Dios. Cuando Mateo recogió esta frase (citada también por Marcos ... y Lucas) en el Nuevo Testamento no podía imaginar el juego que iba a dar este aserto atribuido a Jesús, cuando los fariseos buscaban tenderle una trampa para legitimar los impuestos romanos. El comentario ha llegado hasta nuestros días con una interpretación que se esgrime a la hora de establecer una distinción entre la autoridad divina y el poder terrenal como diferentes soberanías, como si las creencias religiosas no tuvieran nada que ver con los desafíos y los compromisos sociopolíticos.
El profesor Andrés Ollero, en su libro 'Entre el derecho y el servicio público' (Aranzadi), se apoya en esa expresión, surgida en un contexto de fusión de lo político con lo religioso con muchos mártires, para afirmar que la laicidad es una contribución cristiana. Jürgen Habermas, en 'De la tolerancia religiosa a los derechos culturales' (Claves de la razón práctica), también concede que la laicidad es una de las grandes aportaciones del cristianismo a la cultura occidental. El filósofo ateo admite que las religiones, peligrosas en determinados momentos, forman parte de la historia de la razón frente a quienes las desprecian como fruto de un pensamiento mágico.
Viene esto a cuento a propósito de la polémica que suscitó la reinauguración de Notre Dame, una ceremonia en la que los rituales religiosos tuvieron más peso que la liturgia civil en el Estado laico por excelencia. Se había planeado otro formato para no interferir en las distintas esferas, pero la lluvia obligó a cambiar el guion. Emmanuel Macron hizo de anfitrión, en efecto, pero es el arzobispo el que toma posesión de la sede catedralicia, una joya del gótico asumida por los franceses como un símbolo nacional, más allá de las creencias. Sí fue llamativo el discurso de Macron en el interior, sin ser una autoridad eclesiástica, que solo mostró un discreto escudo del Elíseo en el atril.
Algunos observadores vieron en aquella ceremonia una exhibición de teología política y otros la describieron como la expresión de un 'nacionalcatolicismo', que un Macron en horas bajas intentó capitalizar para amortiguar los efectos de la crisis política. Incluso invocó el voto de Luis XIII, que puso a Francia bajo la protección de la Virgen cuando, tras 22 años de esterilidad, Ana de Austria concibió un heredero para el trono. El presidente defendió valores universales, compartidos por la Iglesia y el Estado, y monseñor Ulrich abrió las puertas de la seo sin ningún derecho de pernada. En el interior del templo se gritó «¡Viva Notre Dame!» y «¡Viva la República!». Y por eso no se resquebrajaron los principios republicanos. Liberté, Égalité, Fraternité.
Francia es una sociedad plural y multicultural, con distintos rasgos identitarios, y el Estado tiene que ser muy respetuoso con esa realidad, en la que se cruzan muchos conceptos, más allá del de ciudadanía. Y es verdad que ha metido la pata no pocas veces. En España todavía no se ha resuelto esa tensión histórica entre el poder político y la autoridad eclesiástica, que provoca un conflicto de soberanías. Y muchos complejos. Hay políticos que evitan verse contaminados con elementos religiosos, pero no hacen ascos a una foto con el Papa por sus réditos electorales.
No sé si es ese el caso del ministro de Cultura, Ernest Urtasun, que le hizo la cobra a la apertura de Notre Dame, a la que estaba invitado. La catedral es el gran monumento católico de Francia, pero también es un centro de memoria histórica y un santuario cultural. Para que no hubiera ninguna duda, en la primera línea de la bancada se sentó Rachida Dati, ministra de Cultura, procedente de una familia musulmana, hija de madre argelina y padre marroquí. Francia defiende el laicismo como una idea sagrada, pero un símbolo religioso lo convierte en símbolo nacional. Un laicismo sin complejos. ¿Es nocivo el poder espiritual que emana de Notre Dame?
Parece claro que, como símbolo compartido, cumple una función integradora y contribuye a fortalecer una conciencia comunitaria en una sociedad cada vez más multicultural, donde el concepto de laicidad es muy elástico. La Academia Internacional de Líderes Católicos, reunida hace unos días en Madrid, ha difundido un manifiesto en el que reivindica la dignidad de la política al servicio del bien común, cuando hay síntomas de peligro para la democracia. En estos tiempos de fragmentación de la cultura, de polarización política y de dualismo en la economía, ¿puede jugar la religión un papel de moderación?
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