Desde el momento en que se oficializó el pacto de legislatura de Alfonso Fernández Mañueco con Vox en Castilla y León, el país ha pasado ... directamente de la Semana Santa a una nueva 'semana de pasión'. En ella hemos tenido preocupantes crisis gasísticas, unos resultados electorales en Francia muy perturbadores, emocionantes visitas a Ucrania, un tremendo lío de espías y extraños juegos malabares para incorporar a la Comisión de Secretos Oficiales del país a quienes tienen como objetivo declarado irse del mismo. De todo ello, una vez más, el Gobierno de coalición ha salido indemne, aunque no creo que ileso.
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Pero volvamos a poner los pies en la tierra; observemos la realidad, esa que afecta a los ciudadanos en su día a día. Precisamente en la inauguración de un acto académico celebrado en la Universidad de Burgos, y en el que intervenía con una ponencia, me encontré de bruces, sin anestesia, con la nueva realidad. Así, el representante institucional que, junto con las autoridades académicas, debía inaugurar las jornadas era el nuevo representante de «la Junta» en esa materia, un cargo de Vox. Una situación que nos confronta con la realidad. Y esta no es otra que aceptar -en mi caso, con profundo disgusto- que en esa comunidad quien tiene en sus manos la gestión de carteras tan sensibles como Industria y Empleo, Agricultura o Cultura y Turismo es esta formación.
El dilema planteado a Fernández Mañueco era muy importante desde la ética política: ¿se debe pactar en una democracia constitucional con una fuerza política que se manifiesta contraria a la Constitución y a valores fundamentales de la democracia? Al parecer, el nuevo PP de Alberto Núñez Feijóo -el mismo que parecía ofrecer pactos de colaboración al Gobierno al estilo del de la CDU de Angela Merkel con el SPD de Olaf Scholz- no ha hecho caso del ejemplo de Emmanuel Macron ni ha escuchado a voces autorizadas como la del presidente del PP europeo y expresidente del Consejo de Europa, Donald Tusk, quien aseguró que este acuerdo «era una capitulación que confío sea un accidente y no una tendencia». Tampoco hicieron mella en él las declaraciones de José María Lasalle, exsecretario de Estado con Mariano Rajoy, quien afirmó que «con la extrema derecha no puede haber ningún tipo de diálogo porque cuestiona los principios de una democracia liberal. Los cordones sanitarios en Francia y Alemania lo son para proteger la democracia frente a la toxicidad de normalizar discursos políticos contrarios a los valores democráticos».
El resultado es que una fuerza nacionalista-populista, tan cercana a Le Pen como a Vladímir Putin, tiene mando en plaza. Sí, que una fuerza de «derecha iliberal» alejada de los modos cívicos de la política tradicional, que defiende la derogación de las leyes a favor de las víctimas de la violencia de género, que exhibe posiciones claramente xenófobas, que llama «brujas» a diputadas en el Congreso, que difunde constantes bulos y difamaciones, que se niega a apoyar declaraciones institucionales el día de la lucha contra el sida, que niega el acceso o censura a periodistas y que alienta a actuar contra el director de una revista satírica, ya forma parte del Gobierno de una importante comunidad autónoma. Por tanto, está integrada en las estructuras del Estado.
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Ante esta crítica se argumenta que también el PSOE de Pedro Sánchez ha pactado con partidos contrarios a la Constitución y de dudosa trayectoria democrática. Argumentos que abrazan, con la seguridad y la fe de los creyentes, quienes a izquierda o derecha tan solo observan la vida social desde la óptica de su opción partidaria, pero sin margen para la reflexión, algo tan necesario para poder actuar con inteligencia. Veamos. Es cierto que ERC, EH Bildu, la CUP y sectores anticapitalistas dentro de Unidas Podemos podrían enclavarse dentro de esta clasificación; alguna diputada ya afirmó sin pudor que le importaba «un comino» la gobernabilidad de España, otros no esconden su apoyo a la violencia revolucionaria en Cataluña y quienes en tierra vasca alentaban a los sicarios a asesinar al discrepante ahora les incorporan a la dirección de su despacho político.
Mal, muy mal. Siempre he criticado a este Gobierno de coalición por las aguas que hacía por ese flanco. De ahí las numerosas dudas manifestadas. Pero, siendo esto cierto, ante el dilema ético que se nos plantea desde una óptica de política para el bien común, resulta del todo incoherente reprochar al contrario la utilización de «estrategias políticas tóxicas» que luego yo voy a poner en práctica. Y, con el pacto de Castilla y León, ahora el PP lo ha hecho. A eso no se le llama dilema, eso es una coartada. Y las coartadas no siempre son válidas en política.
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Decía Bertrand Rusell que «gran parte de las dificultades del mundo se deben a que los ignorantes están completamente seguros y los inteligentes llenos de dudas».
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