El mito se viste de luces
Roca Rey aunó más de 10.000 corazones en una liturgia ancestral que fue difuminando la barrera entre el público, el toro y su torero
Parece imposible que, en nuestro artificioso mundo, miles de personas quedemos transpuestas, elevadas, conmovidas por la actuación de un hombre. Porque en nuestra sociedad posmoderna, ... saturada de entretenimientos calculadamente impactantes, la sorpresa resulta cada vez más difícil de experimentar. Solo cuando es un accidente o una muerte que se contempla directamente o afecta a un allegado. En el entorno digital disponemos de monstruos semi-humanos o maquinizados, héroes con super-poderes, personajes de múltiples sexos, incluso de especies mixtas. Lo que usted quiera. Clique en el ordenador y busque, pues encontrará el espécimen más ajustado a su gusto. Pero siempre artificioso y que responde al sentido peyorativo de la palabra 'increíble'.
Muy pocos occidentales saben lo que es vivir la muerte violenta colectiva en su entorno familiar. Porque hace más de 75 que no ha habido una guerra en suelo occidental. La guerra es algo que se ve por televisión y que nos hace sentir compasión y solidaridad por quienes la sufren. Es también un entretenimiento, incluso una útil excusa para opinar e indignarse durante la cena del viernes por la noche con los amigos. En algunos casos, también una oportunidad para que los hijos o allegados realicen una experiencia de voluntariado. Pero no un drama interior.
Con todo, las personas necesitamos sentir emociones fuertes porque lo llevamos en los genes; es inherente a la naturaleza humana desde que nuestros ancestros huían de los dinosaurios. Y aunque nosotros no seamos plenamente conscientes de esa necesidad biológica de emocionarnos, bien lo saben las multinacionales del entretenimiento, interesadas en vendernos el chute de testosterona en el formato que más nos convenga. Y, así, la carencia de emociones personales la suplimos comprando. Principalmente, videojuegos y suscripciones a canales de televisión.
De esta forma, cómodamente, mientras uno cena y se toma una copa, se puede experimentar el estrés supremo: el de matar y ser perseguido, o incluso asesinado. Con la ventaja de que siempre se puede resucitar y volver a arriesgar, 'a ver si hay suerte'. Es el riesgo a la carta; que se escoge, ejerce y clausura a voluntad.
No siempre fue así. Durante el romántico siglo XIX y hasta la aniquilación de los regímenes fascistas, lo heroico resultaba relativamente frecuente, e incluso tenía nombres y apellidos conocidos por una mayoría social. Porque bastantes personas arriesgaban sus vidas por enaltecer su honor, elevándose por encima del resto de su comunidad al dominar la humana inclinación hacia la supervivencia y la comodidad. La demanda de tales ejemplos propició que el ensayista Thomas Carlyle consiguiese que su libro 'Sobre los héroes, el culto a los héroes y lo heroico en la historia' fuese uno de los más vendidos en Occidente, convirtiéndose él en una figura mundial.
Además de esta obra, los libros de Nietzsche, la composiciones de Wagner y las películas de Leni Riefenstahl estimularon la heroica y aniquiladora barbarie que los nazis extendieron por Europa. Miles de eficaces héroes, de asesinos despiadados. Y, con su derrota, Occidente desterró la 'Teoría del Gran Hombre' que Carlyle nos vendió. Y comenzó la producción de nuevos ídolos low risk, generalmente deportistas. Se consideró épica una remontada en el marcador de un partido de fútbol, o que un tenista ganase tras un partido a cinco sets. Nos quedamos sin héroes de verdad, como los de las tragedias griegas. Incluso les tumbaron a los conquistadores de sus pedestales.
Pero el pasado jueves, en la plaza de toros de Bilbao, más de 10.000 afortunados contemplamos un hecho inaudito. Un hombre, Andrés Roca Rey, consiguió aunar nuestros corazones en un latido común, angustiándonos, enamorándonos, estremeciéndonos, admirándonos; en una especie de comunión colectiva. Una suerte de liturgia ancestral, en la que la barrera se fue difuminando entre el público, el toro y su torero.
Con el paso de los minutos nos fuimos metiendo mentalmente en su faena; primero le gritábamos qué hacer, luego nos movíamos, le echábamos a la derecha, le tratábamos de levantar del suelo, exigíamos que un capote desviase el tauro que le iba a empitonar, algunos dejaron de mirar… Y finalmente, tras su triunfo, todos nos sentimos más personas, alegres de estar vivos, de que el sirimiri nos hubiese enfriado los corazones, Bilbao parecía -todavía más- la más bella del mundo. Y para siempre, en la memoria, esa comunión colectiva, esa imagen de un torero convirtiéndose en un mito y esa satisfacción de haber visto a un héroe poner su honor por encima de su vida en una bellísima danza con la muerte.
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