Hace unos días, la Academia de Bellas Artes de San Fernando desató una ofensiva en toda regla contra la ampliación del bilbaíno Museo de Bellas ... Artes (cuyas obras comienzan el próximo septiembre). Por las formas y por el fondo me recuerda la polémica desatada en 1901 por Mariano Benlliure, en cuyo discurso de ingreso en la Academia llamó «anarquista» al conjunto del arte moderno. Tenga en cuenta el lector que, por aquel entonces, 'anarquista' era sinónimo de 'terrorista'. Llamó mucho la atención que una institución oficial avalase una expresión injuriosa, así como la denigración genérica de toda novedad estilística. Aquella arremetida tuvo también su lectura política: el temor del ambiente artístico de Madrid hacia el auge de los creadores de las ciudades rivales, pues los modernos de entonces solían reunirse en la barcelonesa taberna Quatre Gats y en el bilbaíno Kurding Club. Desde Bilbao, el pintor Darío de Regoyos redactó un manifiesto de respuesta, llevándose el disgusto de que el grupo de Rusiñol y Picasso no se atreviese a firmarlo. Ante el temor a las represalias en los concursos y encargos oficiales, solo otro pintor de renombre internacional firmó: Ignacio Zuloaga.
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El enfrentamiento tuvo como consecuencia aglutinar a los modernizadores, provocando una sucesión de iniciativas que fructificarían en la Asociación de Artistas Vascos y en el Museo de Bellas Artes de Bilbao (entidades con planteamientos modernos). Pero los dos principales signatarios se granjearon la imperecedera inquina de sus adversarios. Regoyos enviaría, infructuosamente, sus obras a las exposiciones de Madrid, muriendo arruinado. Zuloaga optó por no concursar en Madrid, lo que no le evitó sufrir durante años muestras de hostilidad, hasta que en 1932 le ofrecieron ser académico. El eibarrés declinó esa oferta, pero regaló un cuadro a la Academia como gesto de apaciguamiento. Esto no evitó que perviviera el rencor; cuando el mecenas Carlos Beistegui pidió al Museo del Prado que su fabuloso legado incluyera dos retratos de Ignacio Zuloaga, al académico Fernando Álvarez de Sotomayor se le atribuyó la siguiente respuesta: «Mientras yo sea director del Prado aquí no entrará Zuloaga». El legado Beistegui, con el retrato de Zuloaga, es el mayor que hasta la fecha ha recibido el Louvre. En tanto que Zuloaga sigue fuera del Prado.
No estoy en condiciones de valorar técnicamente los proyectos de ampliación, ni de pronosticar si la edificación parecerá una elegante txapela o un estrafalario sombrero de copa. Necesariamente, resulta un asunto opinable y solo el paso del tiempo avalará alguna de las tesis. Recuerdo ahora los temores que me provocó, sobre el Guggenheim, el delicioso libro de Joseba Zulaika 'Crónica de una seducción'; y constato que actualmente nadie niega el valor y el acierto que las autoridades mostraron al apoyar un proyecto que se enfrentó a una durísima oposición. Las iniciativas de esta naturaleza son arriesgadas porque, por mucho que se simulen gráficamente los resultados ópticos, nunca representará al 100% la realidad, ni tampoco agradará a todos.
A ver si la Academia continúa siendo combativa y consigue que su denuncia tenga similar publicidad en los casos de ataques al patrimonio. Lo que ineludiblemente se le debe exigir a una institución de su prestigio es que se pronuncie a tiempo; no cuando los contratos están firmados y una demora puede causar cuantiosos sobrecostes. Además, sorprende que un informe tan dañino para la reputación de la institución bilbaína se redacte sin antes recabar las explicaciones de sus responsables, pues eso cuestiona la imparcialidad del dictamen.
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Y si finalmente las acusaciones no acaban prosperando -tanto desde la perspectiva legal como de la historiografía que se ocupará de esta polémica- sus responsables deben ser conscientes de que habrán dañado injusta e inútilmente la reputación de una entidad y de sus responsables. Por lo tanto, estaremos atentos a los resultados que obtengan las próximas actuaciones en los ámbitos administrativo, jurisdiccional y parlamentario; pues no sería lógico que la docta institución deje de agotar las actuaciones a su alcance.
Mientras escribo, se me viene a la cabeza el cuadro de Ramón Zubiaurre 'Los intelectuales de mi aldea', pintura que puede saborearse en el Museo de Bellas Artes. Sus personajes, a pesar de encontrarse en una calle del pequeño Garai, eligen portar unos sombreros de copa y unos libros para tratar de aparentar una autoridad académica de la que posiblemente carecían; se trata, pues, de una sátira sobre la impostura que puede rodear algunas discusiones. Esperemos que esta refriega no solo provoque rencores entre entidades culturales, ni que pueda estar empleándose para saldar cuentas pendientes entre individuos; debe ser una oportunidad para clarificar plenamente este asunto.
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