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El miércoles murió mi tío Paco y fui a su entierro en Ceclavín, un pueblo extremeño limítrofe con Portugal, una especie de Mesopotamia de la ... Raya: está rodeado por tres ríos y durante siglos la mejor manera de acceder a Ceclavín era en barca. Este aislamiento lo convirtió en el pueblo con más contrabandistas de la frontera, tanto que hasta las monjas de clausura guardaban en sus celdas mercancía ilegal. Periférico y alejado, dos días después del apagón seguía sin cobertura, pero no había especial preocupación en una vecindad habituada a que la luz se fuera con la lluvia y con la sequía.
Ceclavín era famoso por sus cien orives, su cerámica enchinada y el carácter indómito de sus habitantes. «Pueblo acostumbrado a vivir libertino, sin reconocimiento ni subordinación», escribió el intendente de la provincia de Cáceres en 1755. En un lugar así, es lógico que se conserven las costumbres y que, tras siglos de periferia y aislamiento, los vecinos se apoyen los unos a los otros. Ese carácter solidario me emocionó durante el funeral de mi tío Paco.
La iglesia, gótica y con un retablo formidable, estaba llena y la cabezada, tan poco común ya en las ciudades, fue multitudinaria: conté más de quinientas personas en la fila de respeto. Después, una comitiva numerosa, nada de cuatro familiares como sucede en las capitales, acompañó a pie el féretro hasta el cementerio. Fue tan emocionante, se sentía con tanta intensidad el cariño de los vecinos que desde esa tarde no se me va de la cabeza la idea de que quiero morirme en un pueblo y tener un entierro de pueblo, sin boato, sin discursos sentimentales, con una cabezada interminable, con cariño, con respeto y sin cobertura.
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