Como si Euskadi no fuera España
El nacionalismo vasco y el independentismo catalán no han desaprovechado la oportunidad de marcar un perfil propio ante la declaración del estado de alarma para ... frenar el descontrolado avance del coronavirus. El primero ha hablado de «155 encubierto» y de «invasión de competencias». El segundo, de «confiscación». Iñigo Urkullu expresó ayer su profundo malestar en la cumbre telemática de presidentes convocada por Pedro Sánchez, aunque se comprometió a cumplir de forma escrupulosa el decreto al priorizar la protección de la salud de los ciudadanos. Quim Torra fue más reacio a aplicar el sentido común.
El Gobierno vasco ha actuado ante la emergencia sanitaria como si sobre él recayera la responsabilidad última de afrontar tal desafío. Como si, una vez que ha delimitado el terreno de juego, no hubiera otras instancias que pudiesen decidir acerca de la respuesta más adecuada para combatir el Covid-19 en Euskadi. El hecho de que el lehendakari se adelantara unas horas a Sánchez al activar los resortes legales a su alcance para concentrar el mando de las operaciones en la comunidad y reservarse potestades como el confinamiento de la población en zonas aisladas o en el conjunto del País Vasco, el cierre de comercios o la intervención de empresas privadas no restringe las facultades de la Administración central en ese terreno. Unas facultades que, a través del estado de alarma -una figura extraordinaria prevista en la Constitución para combatir epidemias y grandes catástrofes-, le permiten asumir poderes excepcionales y convertirse en la autoridad competente en todo el territorio nacional ante una situación critica como la actual.
Cabe descartar que los reproches del PNV a la centralización de competencias durante 15 días, prorrogables previa autorización del Congreso, y al consiguiente establecimiento de un mando único con sede en La Moncloa para combatir el coronavirus obedezca al desconocimiento de lo que supone el estado de alarma. Cuestión distinta es que discrepe de su aprobación, lo que es compatible con los ritmos de repuesta a la crisis aplicados desde Lakua, más diferidos que los del Ejecutivo central. De la reacción del nacionalismo vasco cabe concluir más bien una resistencia a aceptar la existencia de poderes por encima de los que tiene reconocidos el Gobierno de Urkullu. A asumir que una autoridad superior puede adoptar decisiones que afectan a la ciudadanía de Euskadi en una cuestión altamente sensible y, por tanto, enmendar la plana o contradecir abiertamente el criterio de las instituciones autonómicas.
En el fondo sugiere una negativa a reconocer que Euskadi, aunque disfruta de un nivel de autogobierno sin comparación en Europa, forma parte de un país llamado España, cuyo Gobierno, en un escrupuloso cumplimiento de la ley, puede tomar medidas de obligado cumplimiento en Bizkaia, Álava y Gipuzkoa sean compartidas o no por el nacionalismo. Porque el Estado, por mucho que su presencia en el País Vasco sea no sólo escasa, sino menguante desde hace años, tiene atribuciones en este territorio que no es posible obviar. El PNV se ha acostumbrado a actuar como si fuera un hecho la relación bilateral, de tú a tú, que propugna. En ocasiones quizás lo parezca, pero no lo es.
Más que la reacción jeltzale sorprende la falta de reacción por parte de sus socios del PSE a una crítica de calado al comportamiento de Sánchez y su Gobierno. Parece como si temiera enfadar al partido que le permite contar con un puñado de altos cargos en las instituciones vascas, que por nada del mundo está dispuesto a poner en peligro. Pocas dudas caben de que los socialistas vascos habrían respondido con contundencia si hubiese sido el metepatas de turno del PP o un extremista de Vox quienes hubieran lanzado un ataque semejante al Ejecutivo central.
El Gobierno vasco ha actuado como si sobre él recayera la responsabilidad última de afrontar este desafío
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