Ocho apellidos
En 2014, cuando se estrenó 'Ocho apellidos vascos', fue como abrir una ventana al norte. Por fin podíamos reírnos y reírse de nosotros los demás; ... sacudirse el respeto del peso de los plomizos años, los mitos y los miedos. El amor era la disculpa, el detonante narrativo, esa enajenación mental transitoria que hace que uno olvide el nombre, la lengua y hasta la bandera que le metieron en vena. Todo lo que, por lo visto, conservamos en el cerebro primario o reptiliano. A los productores les salía el dinero por las orejas al convertirse en la comedia más taquillera de la historia, así que cogieron el mapa y estudiaron qué autonomía, además del País Vasco, daba más la lata. No hubo duda. 'Siete apellidos catalanes' volvió a ser producida para estrenarse un año después. Era 2015 y ya se atisbaban los nubarrones que amenazaban tormenta. También fue muy taquillera, creo que la tercera de nuestra historia. Yo me reí mucho cuando Carmen Machi y Karra Elejalde experimentaban sus dificultades en ese terreno en el que los del norte zozobran con tanta facilidad: la ternura y el amor. «Disen que andamos, ¿quieres que andemos?». La de los catalanes estuvo bien, pero segundas partes nunca fueron mejores y, además, los vascos encajamos mejor la risa y el ridículo. Ahora me quedo pasmada al saber que el ciclo se cierra con 'Ocho apellidos marroquíes', que se estrena con el auspicio de la misma productora e imagino que parecidas expectativas. Han pasado ocho años y lo cierto es que esto de los apellidos ya no tiene la comicidad de antaño. Las trilogías son peligrosas y más cuando hablan del arraigo y de las raíces en un mundo global en el que el mercado ha engullido la pertenencia del género humano.
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