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No me refiero a los urinarios, mingitorios para uso masculino en forma de catafalcos verticales, como aquellos de rotunda fabricación inglesa del añorado Café La ... Concordia de Bilbao, sobre los cuales había un perentorio rótulo atornillado a la pared que conseguía sintetizar en cuatro palabras la mojigatería rastacueros y autoritaria del franquismo: «Abróchese antes de salir». En algunos excusados de bar se puso de moda un jueguecillo naíf: acertar con el pis al dibujo de una negra mosca adherida en medio de la blanca superficie de loza, insecto de pega que servía de metáfora sobre el autoengaño simple a mi querido colega Fernando Trías de Bes. Me refiero pues en este caso al váter con la posibilidad de sentarse, a la taza, al trono popular tan apreciado en el humor escatológico.
Si los seres humanos masculinos pueden clasificarse de muy diversos modos por sus comportamientos y prácticas, lo mismo puede hacerse según dejan el váter público después de usarlo, revelando de ese modo rasgos de su personalidad e incluso el lado más oscuro de su condición. Sin abarcar el extremo comparativo de ese chiste femenino tan maximalista que dice que a los cuarenta años los hombres son como los váteres públicos, están ocupados o llenos de mierda, me centro en las aguas menores y en los váteres que han quedado libres.
El váter público que deja al siguiente usuario un tipo normalmente educado es con la bomba accionada tras la micción y las tapas del artefacto sanitario levantadas; civilizado. Un relamido tiquismiquis también da la bomba, pero baja la tapa. Parecería que, hecho así, es una práctica de mayor corrección y deferencia, pues no; en absoluto. Los hombres no acertamos al 100% en nada de lo que hacemos, tampoco en esa puntería. Así que levantar con la mano las tapas de un váter de bar que ya han visitado decenas de bebedores, repugna. Luego está el patán ineducado, sin complicaciones, que no piensa en el prójimo porque en general no piensa. No da la bomba y te deja la presencia del mefítico fondillo de su agüita amarilla o cobriza, pero al menos no baja la tapa después. Y por último está el retorcido, el raro espécimen que mea, no da la bomba, pero se preocupa de bajar la tapa. Este es un probable psicópata y la encarnación del mal. A veces, me he encontrado un váter con esa inquietante contradicción y he salido del servicio asustado, escudriñando a los parroquianos de la tasca para intentar descubrir por la faz aviesa quién era el perturbado. Seguro que Hitler dejaba así los váteres de las cervecerías de Múnich en la época en que preparaba su golpe de Estado.
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