Piojos resucitados
Qué bajo escalafón de la pirámide laboral son los jefecillos abusivos
Un mediodía comía algo sentado a la barra en una de esas impersonales cafeterías de la zona de Callao en Madrid. Una de las camareras, ... una joven magrebí, limpiaba tras la barra, más o menos frente a mí, los cromados y los cristales de un expositor de tartas y de una tortilla de patata que en sitios así son como el universo: con el tiempo tienden a curvarse sobre sí mismas. A la circunspecta camarera se le acercó el encargado: cincuentón, gesto adusto como de estar oliendo algo descompuesto y morrillo alzado en un vano intento de mostrar altanería y autoridad. El jefecillo le dijo a la camarera con sequedad e imperativo desprecio: «Quiero todo esto limpio como la patera, ¿estamos? Y rapidito». La camarera asintió atemorizada, con la vista baja y sin dejar de limpiar. No lo dijo adrede en un rebuscado juego de palabras sarcástico, simplemente confundía patera con patena. Era un tiranuelo inculto. Pero más que su xenófoba comparación, lo que más asco me produjo fue lo de «rapidito». En esa palabra en diminutivo estaba toda la mala leche y el pequeño y rastrero poder de mando del jefecillo sobre una asustada camarera, probablemente con contrato a renovar.
Qué bajo escalafón de la pirámide laboral son los jefecillos tiranuelos y abusivos. Esos especímenes que el acervo popular llama con acierto piojos resucitados, capitanes de las sardinas. En el ejército, lo peor que te podías encontrar era un brigada chusquero, zafio, alcohólico y amargado por no haber sido capaz ni de llegar a teniente. En la vida me he encontrado a mucho y variado jefecillo, aunque a la postre todos están cortados por un patrón semejante. Son personajes patéticos, pero que pueden amargar mucho la vida a los que tienen bajo el reducido campo de sus órdenes. He detectado inequívocos jefecillos en editoriales, canales de televisión, oficinas, sucursales bancarias y sobre todo en tiendas, bares y restaurantes, los mejores caldos para el cultivo del jefecillo y de sus más miserables y ruines atributos. En las tiendas pequeñas es donde desarrollan mejor, cuerpo a cuerpo, su mezquina jefatura. Recuerdo a un charcutero de la calle Fuencarral que tenía esclavizada a su dependienta, a la que no dejaba ni tocar la caja registradora. Supongo que la chica acabó por matarlo con un chorizo de Cantimpalo o se casó con él.
El jefecillo es un ínfimo déspota porque sabe que su techo está muy cerca del suelo y que no llegará a más. Si se da la excepción a la regla de que un jefecillo llega a jefazo por selección protectora entre mediocres, entonces, no tienen más que leer la prensa para comprobar lo que sucede.
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