Espejos
No hace falta otorgarles propiedades fantásticas para que nos infundan respeto
Juan Bas
Domingo, 13 de julio 2025, 00:18
En el primer cuento que leí de Borges, decía: «Uno de los heresiarcas de Uqbar había declarado que los espejos y la cópula son abominables, ... porque multiplican el número de los hombres». De la abominación de la cópula no soy partidario, pero los espejos, en parámetros fantásticos, o fantasiosos, sí me parece que albergan algo que puede resultar inquietante para una mente calenturienta, que poseen una cualidad ominosa.
Afirma el dicho supersticioso que romper un espejo acarrea siete años de mala suerte y la probable muerte de alguien cercano. Es porque la rotura libera al demonio que vive dentro, que al parecer es desagradecido con su liberador al estilo del genio de la lámpara, que lleva tanto tiempo preso que en vez de conceder tres deseos a quien lo invoca, como está amargado, lo premia con la muerte.
Lewis Carroll tituló 'A través del espejo y lo que Alicia encontró allí', la segunda parte de las aventuras de su heroína. Y es que dentro del espejo, al otro lado, nos aguarda un universo paralelo, de simetría inversa, casi idéntico. El cine y la literatura de terror han jugado mucho, bien y mal, con la sublevación de los espejos. Fue una buena idea (creo que se debe a Bram Stoker, en 'Drácula'), que los vampiros sean invisibles para los espejos y tampoco puedan ser fotografiados. Una metáfora de su existencia fuera de la vida.
No hace falta otorgarle propiedades fantásticas para que el espejo nos infunda respeto. Es el fedatario inexorable de nuestro envejecimiento; de repente te das cuenta de que es tu padre o tu madre quien te mira desde ahí dentro. Además, el espejo te conoce mejor que tú a ti mismo. Si sabes mirar, te quita la máscara y te muestra quién eres de verdad. Ya lo decía en ripio, con cara de a mí mejor que no me vaciles, el cantante de 'Ilegales': «Hay un tipo dentro del espejo, que me mira con cara de conejo».
Tenebrosidades aparte, practico un pequeño juego con los espejos que podríamos llamar cargados de historia. Sobre todo con los que han reflejado a grandes escritores. Me gusta verme en ellos y pensar que muchos años antes encuadraron a los célebres autores. Así lo hice en el espejo que hay en la preciosa escalera modernista de la casa de Gorki, en Moscú; en uno velado por el tiempo de la casa museo de Lope de Vega, en Madrid; el de la pequeña biblioteca de Chopin en la cartuja de Valldemossa; el del dormitorio de la modesta casa de Stevenson en Edimburgo o el que hay sobre la chimenea en el viejo pub londinense que frecuentaba Samuel Johnson. Colándome en esos espejos nobles, juego con la fantasía de que paso a formar parte de su memoria.
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