El desvalido Vicente
Era la suma demoledora de vejez, soledad, probable pobreza y locura
Después de una eterna espera, me llevaron mediada la tarde a mi habitación del hospital de Basurto para aquel segundo ingreso. Era una estancia para ... dos personas y no estaba vacía. En la penumbra distinguí la cabeza de un hombre mayor. Estaba metido en la cama y muy tapado. En su parte estaba la ventana de doble batiente, que mantenía entornada y con las contraventanas cerradas. Aquella oscuridad transmitía una pegajosa sensación de ambiente enrarecido. Pedí al hombre si podía abrir por favor la ventana para que entrara la luz y sobre todo el aire. Se incorporó y obedeció con automatismo de zombi. Fue mi primera percepción de que Vicente tenía la mente dañada. El resto del tiempo apenas intercambiamos palabras. De vez en cuando, Vicente soltaba breves monólogos ensimismados y sin sentido.
Se activó con la cena. Comía con una ansiosa voracidad y como un cerdo (el cuchillo de los cubiertos le servía de mondadientes). No era su única mala costumbre: una auxiliar le llamó la atención por no utilizar la bomba del váter. Vicente era un hombrecito de corta estatura y unos 75 años; se parecía al pintor Antonio López. Por la noche se mantuvo callado, pero se levantó al servicio no menos de una decena de veces, por supuesto sin dar a la bomba. Seguramente meaba en el lavabo.
A la mañana siguiente vinieron dos mujeres de los servicios sociales, que le explicaron que iban a trasladarlo a una residencia, donde iba a vivir en adelante bien atendido. Vicente era manso y abúlico, la estampa del desvalimiento. Estaba allí en Traumatología como en depósito o estación de paso, mientras decidieron qué hacer con él. Resultaba tan inerme que su condición lastimosa se imponía sobre la repelencia que despertaba. Vicente era el resultado de la suma demoledora de vejez, soledad, probable pobreza y locura.
Le dieron el alta al mediodía, pero tenía que esperar a que lo recogiera una ambulancia (agujero negro al canto). Se vistió con un pantalón vaquero, polo y calcetines y, aunque hacía calor, se metió en la cama y de nuevo se tapó hasta las orejas. Este detalle de modesta insania me desasosegó. La ambulancia llegó a las ocho con tan mala fortuna que coincidió con que acababan de servir la incomible cena. Fue cómica y patética la pugna entre el conductor, que se quería llevar ya a Vicente, y este tragando como un alampado para no dejarse ni un grumo. Tras amenazarlo con que allí se quedaba (lo cual me alarmó y entre el ruego y la beligerancia dije que ni de coña, que se lo llevara), consiguieron que por fin abandonase la madriguera con pasitos apresurados y perdí de vista al pobre y sucio Vicente.
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