El hermano pequeño
El anuncio por parte del Gobierno de la creación de un bono cultural destinado a los jóvenes ha levantado revuelo -y, por qué negarlo, mucha ... caspa- entre aquellos adalides de Twitter con tendencia a erigirse en defensores últimos de una determinada idea de cultura; en concreto, sólo de una Cultura escrita así, con una inmerecida letra capital que la distingue de su hermano pequeño, cateto, indigno, chabacano: el ocio. No voy a entrar hoy en el tema de la tauromaquia, porque me niego a abrir aquí el debate de si tendría o no que subvencionarse algo que debería estar prohibido. Tampoco me gustaría caer en una crítica, por otro lado merecida, a la veneración o demonización de determinados soportes culturales: mejor cualquier libro de mierda -al menos tendrá páginas- que el 'Breath of the Wild'.
Los sistemas democráticos han intentado, con un éxito variable y casi siempre con efectos limitados, convertir la cultura en un derecho accesible a todos los ciudadanos. Esta pretendida secularización deja de ser democrática en el momento en el que sacraliza una determinada idea de lo que es cultura -aquello que nos eleva en lo moral, nos fermenta en lo intelectual y nos obliga a ser productivos también en nuestro tiempo libre- en detrimento de la diversión o el entretenimiento. En esto debería incidir el bono cultural: contribuir a la disolución de esa frontera rancia que separa la alta de la baja cultura y conseguir que el ocio deje de ser un privilegio de quienes se lo pueden permitir -y se vuelva, por tanto, un derecho exento de culpa- serían dos bellos objetivos para una política pública que busca paliar los efectos -también los psicológicos, no sólo los económicos- de la pandemia.
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